Usted está aquí: domingo 23 de septiembre de 2007 Opinión Desempleo mental

Rolando Cordera Campos

Desempleo mental

En su primer Informe, el jefe de Gobierno del DF propuso a la Asamblea Legislativa estudiar la implantación de un seguro de desempleo en la capital de la República. Según sus estimaciones, el desempleo abierto de gente empleada formalmente ha llegado a una cifra que fluctúa entre 50 mil y 70 mil personas, y éste sería el universo a cubrir con su medida. Se trata, como lo informó, de una intervención estatal común en prácticamente todos los estados modernos, cuya necesidad se exacerba en una situación como la que vive México, en extremo dependiente y vulnerable del ciclo económico internacional y, en particular, de lo que ocurra en la un tanto horadada economía estadunidense.

Sabemos que el Estado mexicano, tal y como ha quedado después de las reformas económicas de fin de siglo y, sobre todo, como es concebido por los grupos dominantes, es “insuficiente” para cumplir con sus obligaciones constitucionales fundamentales. De aquí la celebración que se hace de la filantropía y el entusiasmo con que recogen proposiciones descocadas, como la recientemente hecha de privatizar la educación superior pública.

El debate sobre las fronteras entre lo público y lo privado determina la agenda política desde los orígenes del Estado moderno, pero hoy se vuelve agudo por los vuelcos estructurales y mentales que imponen la globalización del mundo y la evidente disonancia que inunda las mentalidades de las elites del poder respecto de lo que pasa en el resto del planeta y, sobre todo, de lo que ocurre en el llano mexicano. En este caso, se trata de un triste ejemplo de desempleo mental, para el que no debería haber seguro alguno.

Sabemos también que la política económica impuesta hace casi un cuarto de siglo no está concebida ni diseñada para superar pronto la pobreza, reducir la desigualdad y proteger a los mexicanos de las inclemencias del ciclo económico. Inercial como es, esta política no contempla entre sus prioridades impulsar la ocupación, ni da espacios para que desde la red institucional de protección social con que aún cuenta el país se avance en la creación de mecanismos que atenúen la desocupación y sus daños colaterales.

La población trabajadora vive en condiciones de extrema precariedad, es muy vulnerable a las veleidades de la macroeconomía y sufre una inseguridad básica que se exacerba cuando se cae en el desempleo. Lo peor sucede cuando se es víctima de las enfermedades “catastróficas”, que llevan a las familias a la ruina o a (re)descubrir las virtudes de la salud pública.

Rechazar la propuesta de Ebrard, resucitar el espectro de populista para estigmatizarla sin apelación, es síntoma de la escisión y desafane de las elites, pero tambien de un reblandencimiento mental y moral de quienes lo hacen. Se puede anotar una o cien debilidades de la medida, pero es difícil rechazar el principio conceptual que la inspira, y mucho más desconocer la realidad social que la estimula.

Toda sociedad moderna cuenta con algún tipo de aseguramiento contra las contingencias de la economía y la salud. La nuestra tiene algo de lo segundo, gracias al IMSS, el ISSTE y el resto del servicio público, pero su segmentación es excesiva y sus incapacidades financieras y de atención se han hecho evidentes en estos años de cambio globalizador e implosión de los mercados laborales. De aquí la importancia y actualidad de la propuesta.

Como ocurrió con la que llevó a cabo Andrés Manuel López Obrador con los adultos mayores, se trata de un reconocimiento de la realidad más que de algo novedoso o radical. Se reconocen los desperfectos y las deficiencias del mercado y de las instituciones de seguridad social y se busca avanzar en la experimentación sin incurrir es grandilocuencia alguna.

Con López Obrador y sus pensiones para los adultos mayores, quienes cayeron en el despropósito verbal y conceptual fueron sus adversarios, que inventaron mil y un panoramas desastrosos sobre las finanzas de la ciudad y del país todo, a la vez que redescubrían el fantasma del populismo. Al final, consagradas por el propio Banco Mundial, todos acabaron por buscar algún tipo de adaptación de esas medidas.

Esperemos que la propuesta de Ebrard no sufra igual trato, y sea discutida como se debe, atendiendo a su relevancia social y política y a su congruencia financiera y económica. Si en efecto avanzamos en la creación de un seguro de desempleo, habremos ganado en solidez y cohesión social, y podremos retomar una reflexión que debe estar en el centro del México del siglo XXI: la construcción de un auténtico estado de bienestar, sin el cual la pretensión de un Estado democrático y de derecho siempre quedará trunca.

El infantilismo del rechazo a la orden debería ceder el paso a una reflexion comprometida sobre una realidad que recuerda al poeta Paz después del 2 de octubre: “un león que se prepara para saltar”.

 
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