Usted está aquí: jueves 20 de septiembre de 2007 Opinión La izquierda contra el Estado

Soledad Loaeza

La izquierda contra el Estado

Teórica y prácticamente uno de los rasgos de identidad de la izquierda es su idea positiva del Estado, al cual las izquierdas modernas consideran un instrumento insustituible para cumplir su compromiso con la igualdad y la libertad. De ahí que el fortalecimiento presupuestal y político del Estado sea el objetivo en que convergen las diversas fuerzas políticas que se identifican con esta familia ideológica.

La izquierda mexicana ha decidido mantenerse en la excentricidad, y en las últimas semanas ha impulsado decisiones legislativas que debilitan al de por sí tan vapuleado Estado mexicano. La sustitución inmediata de los consejeros del IFE y el repudio al impuesto sobre las gasolinas son una prueba de que el PRD y sus aliados menores –el PRI incluido– mantienen una visión patrimonialista del Estado, y que no lo entienden como una instancia de gobierno que tiene que encontrar su lógica en la atención a los intereses y necesidades de una sociedad plural, sino que lo consideran una mina de poder y de influencia a la que pueden arrebatarle pedazos en beneficio propio. Esta posición además confirma nuevamente que, a ojos perredistas, los intereses y la potencial autonomía del Estado se subordinan a las pretensiones de su líder: Andrés Manuel López Obrador. En estos temas el triunfo de los partidos es la derrota del Estado.

Más allá de las cualidades o las limitaciones personales de los actuales consejeros del IFE, el respeto a las bases y reglas de funcionamiento de la institución era una condición necesaria para que todos los ciudadanos tuviéramos la certeza de que las elecciones se conducirían con eficacia e imparcialidad, de acuerdo con una lógica estatal que se impone a los intereses particulares que defienden los partidos. Incluso desde antes de que fuera plenamente autónomo, el IFE se convirtió en el vértice de la democratización mexicana y en un modelo que era apreciado internacionalmente. No era una agencia gubernamental, sino un instrumento del Estado, que se apoyaba en él, al mismo tiempo que lo fortalecía. De ahí su fuerza y la garantía de su continuidad.

Desde el principio el IFE fue carísimo, pero estuvimos dispuestos a pagar el precio que exigía construir la credibilidad electoral en un país donde el fraude del sufragio había sido un hábito sostenido en la rutina de comicios que se celebraban regularmente según los calendarios establecidos. Los millones de mexicanos que participaron en las primeras elecciones que organizó el IFE dieron un voto de confianza a la naciente institución, también a los partidos que se habían comprometido a respetar reglas de juego en cuyo diseño habían intervenido intensamente, y al potencial de evolución del Estado hacia la democracia. Pero la honorabilidad del IFE era frágil como la reputación de la esposa del César. Bastó que uno de los jugadores gritara “¡Trampa!”, sin más pruebas que la historia de fraude electoral que queríamos dejar atrás, para que más de uno diera rienda suelta a su imaginación y a sus prejuicios, reaparecieran las suspicacias y las historias fantásticas y surgieran feroces cuestionamientos a la democracia electoral. De golpe estábamos de regreso en el país de los caudillos que invitó Plutarco Elías Calles a superar en 1929.

También desde el principio los partidos intervinieron en la designación o elección de los consejeros. Incluso cada uno de los consejeros “ciudadanos” nombrados en 1994, en mitad de una grave crisis, alcanzó esa posición con el respaldo de alguno de los partidos grandes, de la misma manera que otros se quedaron en el camino porque su candidatura fue vetada también por los partidos. De suerte que la integración del Consejo fue desde el origen resultado de una negociación interpartidista. Sin embargo, una vez que ocupaban sus plazas los consejeros podían arroparse en las mismas reglas del IFE para recuperar su independencia frente al partido que los había promovido. Ahora, en cambio, como los partidos se impusieron a las reglas de funcionamiento del instituto, no hay nada que pueda proteger a los futuros consejeros de las estrategias y los altibajos partidistas. Ya tumbaron a un grupo de consejeros y podrán tumbar a otro. El Estado ha perdido uno de sus instrumentos más confiables, y nuestras costumbres democráticas se han visto interrumpidas. Aparecerán otros hábitos, aunque no serán obligadamente democráticos.

Las reacciones negativas de los perredistas a cualquier propuesta fiscal es un enigma. Descartan impuestos a diestra y siniestra calificándolos sin más explicaciones de antipopulares o regresivos, aunque ello suponga mantener un Estado pobre y, por ende, débil. Al mismo tiempo adoptan decisiones que favorecen a los ricos: la gasolina barata es el sueño de las agencias de ventas de automóviles, de los constructores de alambicadas e ineficaces vialidades, de los propietarios de coches de lujo o de las madres de familia que se pasean por la ciudad en Hummers, como si estuvieran en Bagdad; o proponen la construcción de la Torre del Bicentenario que ofrecerá empleos temporales a muchos albañiles, pero oficinas y departamentos permanentes a unos cuantos muy ricos, así como contratos millonarios a constructores que, como Carlos Ahumada, seguramente también tienen ideas progresistas como las del PRD.

 
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