Usted está aquí: miércoles 19 de septiembre de 2007 Opinión El Estado: ¿insuficiente o innecesario?

Editorial

El Estado: ¿insuficiente o innecesario?

Durante la inauguración del Instituto Carso de Salud, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, dijo ayer que en materia de salud y combate a la pobreza “es insuficiente la acción del gobierno” y que, por ello, el Estado y la sociedad deben “seguir trabajando para evitar que las mamás y los niños de las familias pobres enfrenten varias veces más la probabilidad de morir por falta de atención médica que el resto de las familias”. Tales declaraciones pasan por alto que, como ocurre con la preservación de la seguridad pública, el acceso a la salud no es una obligación de los ciudadanos particulares sino una responsabilidad constitucional de los gobiernos federal, estatales y municipales, estipulada en los artículos 2, fracción B, párrafo III, y 4 de la Carta Magna, la cual, por añadidura, otorga a la Presidencia la máxima autoridad en materia sanitaria (artículo 73, párrafo XVI).

Algo equivalente, pero en materia de seguridad, había dicho ya el máximo responsable de la actual administración cuando, en la conmemoración oficial de la batalla de Puebla, instó a la sociedad a compartir con el gobierno la tarea de garantizar el cumplimiento de las leyes y “vencer el flagelo de la inseguridad y la criminalidad”.

Salta a la vista que los particulares no están en condiciones de enfrentar a los delincuentes, que su colaboración en las tareas de seguridad pública no puede ir mucho más allá de denunciarlos, y que aun así sería un empeño peligroso, habida cuenta de la infiltración de las instituciones encargadas de procurar justicia por parte de la criminalidad organizada. Por lo que hace al combate a la pobreza o a las acciones de salud, la participación privada es sin duda loable, pero voluntaria, y en rigor debería ser innecesaria, porque el cumplimiento de los derechos de la población en general, y de la más pobre en este caso, no puede verse como un acto de caridad derivado del altruismo de algunos empresarios. Las nociones más elementales de pacto social indican que la sociedad mantiene con sus impuestos a las autoridades políticas para que éstas garanticen la seguridad, la educación, la salud y el bienestar de todos.

Habida cuenta de los “enormes retos en materia de pobreza y desigualdad” que enfrenta el país, es inadmisible que el gobierno federal desperdicie los recursos fiscales en salarios ofensivos para sus más altos funcionarios, en ceremonias frívolas e innecesarias y en despliegues militares que no tendrían razón de ser si se atendieran los problemas sociales más acuciantes, por no hablar de la persistente corrupción en la que desaparece buena parte de los impuestos que pagan los causantes. Resulta doblemente exasperante que, en el espíritu de ocultar su ineficiencia y su falta de voluntad, el gobierno pretenda dar curso de legitimidad a la limosna como mecanismo de superación de los abismos sociales, de la miseria y de la marginación en que se encuentra buena parte de la población.

A tono con el espíritu calderonista de relegar las obligaciones gubernamentales en organismos asistenciales privados, Blanca Heredia, directora en México de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), propuso ayer que se transfiera a la iniciativa privada la educación media y superior, de modo que el país renuncie a su deber de otorgar enseñanza en esos ciclos, con el argumento de que “se desperdician los recursos”. A la lógica privatizadora no le conviene enterarse, por lo visto, de que la ineficiencia y el dispendio en el manejo de los recursos no proceden del carácter público de la educación sino, en el caso de la enseñanza media, de la existencia de un pacto corrupto de mutuo beneficio entre el grupo gobernante y la cúpula charra que controla al sindicato de maestros.

La admisión de que la acción gubernamental en sus ámbitos básicos –seguridad, salud, educación– es “insuficiente” lleva implícita una lamentable confesión de ineptitud por parte de los gobernantes en turno, una renuncia tácita a moralizar y sanear la administración pública, una abjuración de la austeridad republicana que debe guiar el quehacer oficial y una abdicación de los deberes constitucionales más elementales. Si se lleva esa lógica a sus últimas consecuencias, la administración pública, de tan insuficiente, se vuelve innecesaria. Tal es la contradicción insalvable del neoliberalismo privatizador vuelto gobierno.

 
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