El retorno de Tántalo
Tántalo se empezó a arrancar las ramas y telarañas que le habían formado caparazón al paso de tantos siglos de extender la mano para coger unas uvas y no alcanzarlas. Su heroico y estúpido tormento, ideado por esa pandilla de dioses que desde las cortes del Olimpo decidían vida y milagros de los mortales, los castigaban, se divertían a costa de ellos. Y les negaban los privilegios del amor. No del todo, claro. A Zeus y los suyos les molestaba en sumo grado que alguien allá abajo se saliera con la suya en la materia, a no ser para que con ello un dios fastidiase al otro, actividad intrafamiliar que les encantaba.
Podían bajar a la Tierra y adoptar formas de animal o de persona y seducir algunos mortales. Podían incluso preñar o ser preñadas, dioses y diosas, aun al precio de líos tremendos que seguido terminaban en la nota roja. Como sea, en cuestiones de destino, los humanos no mandaban. Bueno, eso creían los dioses aquellos de los tiempos helénicos, cuando quién sabe que se metía la gente para inventarse esa mitología tan bullanguera y picante, y tan temible.
Habituado a sus albedríos y caprichos, Tántalo, que era un tipo antojadizo, sabía salirse con la suya. A los patrulleros de Zeus les acabaron por parecer alarmantes sus acciones, y dieron parte al mero mero, quien en el momento que entraron a su cámara se divertía en fastidiar a Edipo a fuerza de hacerlo meter la pata.
–Disculpe que lo interrumpamos, su majestad, pero tenemos un caso que demanda atención inmediata.
Con hastío, sacándose un palillo de entre los dientes, volvió su augusto rostro hacia los patrulleros del Olimpo, ni se fijó quiénes eran. Como titiritero que suelta los hilos de la marioneta, puso pausa a los infortunios del tal Edipo y accedió a escucharlos, pues para algo era el dios de todas las cosas.
–A ver, digan qué se les ofrece.
Zeus eructó. Algún cervato vivo se estaría comiendo de botana mientras jugaba con Edipo y su gente, que la barba tenía hilillos de sangre fresca. Los patrulleros se atropellaron en tomar la palabra, y lo que dijeron no interesa transcribirlo. Lo que Zeus sacó en claro es que allá andaba ese Tántalo dándose la gran vida sin obedecer ordenanzas y conjuros de la casta divina.
–¿Tántalo, dicen? –dijo, poniéndose los lentes, y buscó en el Google de aquellos tiempos, que no era peor que el nuestro, pero entonces sólo en el Olimpo tenían acceso. Zeus localizó un archivo bastante actualizado de Tántalo. Vaya. Un enamorado de la vida y de alguien más. Los patrulleros seguían, atentos, los movimientos parsimoniosos de su jefe.
–¿Lo agarramos y se lo traemos, majestad? –propuso al fin uno de ellos. Zeus tomó una aceituna de una fuente a su alcance, y masticándola contestó, sin voltear al que le hablaba.
–Déjenmelo a mí. Se me acaba de ocurrir un tormento excelente –y se rio solito.
Y ahí lo puso para toda la eternidad de pie en un estanque, o sea mojado, tratando de alcanzar un racimo de uvas jugosas, idénticas a la boca que más gustó a Tántalo besar cuando vivía entre los vivos y no en ese limbo punitivo donde otros rebeldes como él –Sísifo, Prometeo– pagaban condenas parecidas y excesivas.
Pasaron los siglos y las edades. Tántalo quedó empolvado en los libros y los diccionarios. Nadie lo recordaba a él. Ni siquiera él. La vegetación creció y con ella los telares de las arañas sobre su cuerpo hasta dejarlo en la sombra y con el racimo de uvas, eternamente fresco, pendiendo cerca, casi a su alcance, pero escurridizo, retráctil. Lama y musgo le crecieron en el cuerpo. Al cabo de varios siglos se le desenchufó la fuente de energía. (Es que la eternidad es muy larga).
Las edades siguieron pasando. Hasta que esa mañana, tal vez por ser temporada de huracanes, un aguacero lo despertó. Con recobrada fuerza manoteó, se quitó las marañas que lo oprimían y se supo libre, o cuando menos despierto. ¿Y qué creen que fue lo primero que hizo? Alzar la mano y tratar de alcanzar las uvas, que allí seguían. Sintió a una escurrírsele entre dos dedos. Y así dio nuevo inicio a su ancestral tormento, aunque ahora ya no había Zeus ni nadie en el Olimpo, ese lugar fue arrasado por un incendio tan grave que salió varios días en las noticias internacionales.
Mira que son ganas. Hechizado eterno de esa boca verdadera que le ofrecían las uvas, no usó para otra cosa sus recuperadas fuerza y ganas que para insistir en la misma esperanza. Aún siendo una persona cultivada, olvidaba el muy bruto que cuando Pandora destapó su dichosa caja, fue precisamente la esperanza la última en salir, y la peor de sus linduras.