Usted está aquí: jueves 13 de septiembre de 2007 Opinión Diferentes grados del cine de autor

32º festival de Toronto

Leonardo García Tsao
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Diferentes grados del cine de autor

Ampliar la imagen Kelli Garner durante la conferencia de prensa en torno de la película Lars and the Real Girl, en Toronto Kelli Garner durante la conferencia de prensa en torno de la película Lars and the Real Girl, en Toronto Foto: Ap

Toronto, 12 de septiembre. No es lo mismo el cine de autor de hoy que el ejercido por realizadores anteriores a la popularización de esa postura. Mientras los clásicos –Buñuel, Hitchcock, Lang, et al– gozaron de carreras que duraron décadas, los autores contemporáneos parecen lucir una fecha de caducidad más inexorable que la de los yogurts. Ahí tienen el caso emblemático de Wim Wenders, quien lleva unos 15 años sin poder salir de un agotamiento creativo. Al parecer, el japonés Takeshi Kitano ha empezado a sufrir algo semejante.

Su más reciente película, sarcásticamente titulada Kantoku banzai (Gloria al cineasta), es una desesperada aceptación de su crisis expresiva. No todos pueden hacer un 8 1/2?, como Fellini. La supuesta comedia comienza como una serie de episodios paródicos de varios tipos de películas –un homenaje a Ozu, una comedia romántica, una cinta de horror–, pero antes de convertirse en ¿Dónde está el yakuza?, el asunto pierde los estribos derivando a las delirantes aventuras de una madre e hija vestidas como niñas, en las que participa el propio director y su doble, un muñeco de cartón hecho a su semejanza (hagan de cuenta la versión piñata de Kitano).

Un humor burdo de golpe y porrazo se ejerce a lo largo de un torneo de situaciones absurdas, escenificadas con efectos sonoros que Chespirito descartaría por obvios. El efecto es comparable al de ver un episodio malo de La señorita Cometa en ácido. A todo esto Kitano mantiene una invariable expresión de tristeza, como si estuviera consciente de la pena ajena que causará a sus seguidores.

En cambio, los principales miembros de la Nueva Ola francesa se han mantenido vigentes. Tres de ellos –Claude Chabrol, Jacques Rivette y Eric Rohmer– han sido representados por sus más recientes realizaciones en el festival de Toronto. No sólo siguen haciendo cine a una edad en que muchas personas se preocupan sólo por cobrar sus pensiones, tomar laxantes y jugar con sus nietos, sino que además han mantenido una singular coherencia a lo largo de una filmografía que abarca ya cinco décadas. Sus películas son como paradigmas de la teoría que ellos propusieron, categorías inamovibles de una forma individual de filmar.

Tanto Chabrol como Rohmer han ofrecido obras que sólo ellos pudieron haber dirigido. La fille coupée en deux (La chica cortada en dos) es otra precisa disección del medio pequeño-burgués provinciano, por el cual Chabrol ha expresado una fascinación que va de la simpatía al desprecio. En esta ocasión, la joven protagonista (Ludivine Sagnier) se ve dividida entre dos galanes, un escritor famoso (François Berléand) que la seduce, y un niño rico malcriado (Benoît Magimel) con quien acepta casarse por despecho; el triángulo, claro, acabará en el asesinato.

Por su parte, Rohmer ha adaptado una novela del siglo XVII para hacer en Les amours d’Astrée et de Celadon (Los amores de Astrée y de Celadon), una película emparentada con su anterior Perceval el galo en su recreación artificial de un pasado galo, aunque esta vez en escenarios naturales. Las confusiones que separan a la pareja epónima son el pretexto para que el director examine su tema predilecto, los vericuetos del amor, sólo que en un ambiente irreal de bellas ninfas y apuestos efebos que hablan en forma recitativa.

Mientras que otro autor fuera de serie, el estadunidense George A. Romero, ha tenido la distinción de hacer cinco películas sobre el mismo tema, como un artista que pinta un solo paisaje bajo diferentes perspectivas. George A. Romero’s Diary of the Dead (Diario de los muertos) es la última entrega de su saga apocalíptica sobre zombis caníbales. Ese subgénero se ha vuelto en especial prolífico en los recientes años, pero es Romero quien posee la patente.

Por lo tanto, está en su completo derecho de relaborar el asunto, en esta ocasión siguiendo la pauta de El proyecto de la bruja de Blair: un grupo de estudiantes de cine son testigos de cómo surge la amenaza, y dos de ellos deciden registrar sus efectos en un documental para la posteridad. Romero comenta sobre la ubicuidad del video en nuestros días con su ojo para la sátira social. Temeroso quizá de que su público sea tan irreflexivo como un zombi, el cineasta ha sentido la necesidad de predicar en diálogos lo que ya está dicho en las imágenes. Pero es un mal común.

Hablando de público, varios de los asistentes locales a la función de medianoche de Diary of the Dead se presentaron disfrazados de zombis e imitando sus movimientos característicos. Fue una especie de happening participativo en el cual cada muerte ingeniosamente violenta –Romero ha ideado nuevas formas espeluznantes de ejercer el gore– era festejada con gritos, aplausos y risas. ¿Puede un autor conseguir una reacción más visceral?

 
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