Usted está aquí: jueves 13 de septiembre de 2007 Opinión Antrobiótica

Antrobiótica

Alonso Ruvalcaba
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Digresión: miedo a las estatuas

Ampliar la imagen Inquietante como las estatuas que describe Lucano. Panteón de La Villa Inquietante como las estatuas que describe Lucano. Panteón de La Villa Foto: Fabrizio León Diez

I

Entre las primeras cosas que Ch. me dijo –la fecha puede ser 1° de enero de 2005– es que tenía miedo de las estatuas, de sus ojos huecos y sus manos siempre a punto de asir algo o de soltarlo; también de las estatuas mutiladas: los brazos o la cabeza perdidos quién sabe en qué lugar del tiempo. Yo, la verdad, no le creí: me sonó a capricho, a puro quirk.

II

El viajero Pausanias, en el capítulo 11 del sexto libro de la Descripción de Grecia, cuenta la historia de Teagenes, el atleta que a los nueve años cargó desde el centro de la ciudad hasta su casa una efigie de bronce gigantesca y cumplió la apuesta de comerse un toro completo; que ganó con el tiempo mil doscientas medallas en lucha y en pankration (mezcla de box y lucha que inventaron Heracles y Teseo); cuya estatua, después de su muerte, era visitada y flagelada por un antiguo rival; que la estatua, cansada del trato, se lanzó sobre su torturador y lo mató; que la familia del muerto hizo tirar la estatua al mar; que esto provocó una hambruna y que el oráculo de Delfos dijo que sólo se remediaría si regresaba la estatua del mar; que la encontraron unos pescadores; que la estatua agradeció curando la fiebre entre sus conciudadanos. Plinio (Historia natural, libro séptimo, capítulo 49) refiere, con su asombro característico, “la maravilla sin paralelo” de las estatuas del boxeador invicto Eutimo, una en Olimpia, otra en su natal Locri, en Italia, destruidas por un rayo el mismo día a la misma hora… Ésas son historias candorosas, casi felices. Más inquietantes son las estatuas que describe Lucano: hay una de un general corintio que, por las noches, caminaba en la penumbrosa casa de su dueño: a veces se metía a bañar; hay una del médico Hipócrates, a la que se le oía, de lejos, mezclar pociones ruidosamente. O las que aparecen en una guía bizantina de Constantinopla, Parastaseis Syntomoi Chronikai (esto, al parecer, quiere decir: Breves notas históricas): por ejemplo, la estatua que causó un terremoto tras su demolición, la estatua del toro que mugía para anunciar un desastre, la estatua que se dejó caer sobre un pobre diablo que criticó su fealdad. También es muy extraña la estatua del Templo Alejandrino de la Fortuna que le susurró a un paseante que Alejandro había sido asesinado en Constantinopla; o la efigie tetracorne que te señalaba si es que tu mujer te estaba engañando (siempre es así, ¿no?); o aquella Afrodita de mármol cuya costumbre era exponer a las mujeres promiscuas (¿cuál no lo es, francamente?) hasta que la mandó abolir una princesa para que no se conocieran sus excesos. (Mervyn Jones, en 1987, habló de una estatua de Garibaldi en la Washington Square de Manhattan que agitaba la espada cada vez que una mujer virgen pasaba frente a ella… Hace mucho que no ejerce su prodigio.)

III

Arrasado el jardín flotante, profanado el pedernal y los cálices, entraron a caballo los españoles al altar de Huichilobos y rompieron a los sacerdotes incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, con la certeza de que sus oraciones encubrían blasfemias contra su dios, que era tres y uno solo. Es sabido que la efigie de Hiuchilobos, antes de sucumbir bajo los picos españoles, escupió sangre, vomitó entrañas y huesos, hombres sacrificados para él desde el principio, héroes secretos que lloraron e imploraron ante el cuchillo sacrificial porque ignoraban que éste era su honorable y remoto destino. En los primeros años después de la conquista, la estatua de un héroe español recorría la calle de las Canoas; se dice que siempre estaba volteando hacia otro lado, no importa desde donde lo vieras. En 1628 un criollo, acaso despechado, destruyó y tiró en una acequia la efigie del santo arzobispo; en venganza, la efigie causó las inundaciones de 1629, que duraron varios años y pusieron en riesgo la continuación de la ciudad; los pies de un cristo del templo de Porta Coeli fueron untados con veneno para que un fiel (¿un cura?, no se sabe) muriera al besarlos; cuando éste se acercó, el cristo encogió las piernas y se puso negro, hondamente negro. El cristo está en el altar del perdón de la Catedral; también en la Catedral hay un niño de Atocha que recorre los pasillos por las noches: sus zapatillas se acaban en unos cuantos días. Yo, en 1987, tuve en la mano un cristo pequeño y horroroso que lloraba unas lágrimas como de aceite…

Pero todas esas estatuas, pequeñas o grandes, tienen el grave defecto de existir, de no ser obras de la imaginación, de localizarse en el espacio y el tiempo. La estatua más pavorosa que conozco sucede en el abismo vertiginoso del cerebro, donde nada puede salvarte de nada. Es ésta:

Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera

y el grito de la estatua desdoblando la esquina.

Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito,

querer tocar el grito y sólo hallar el eco,

querer asir el eco y encontrar sólo el muro

y correr hacia el muro y tocar un espejo.

Hallar en el espejo la estatua asesinada,

sacarla de la sangre de su sombra,

vestirla en un cerrar de ojos,

acariciarla como a una hermana imprevista

y jugar con las fichas de sus dedos

y contar a su oreja cien veces cien cien veces

hasta oírla decir: “estoy muerta de sueño”.

IV

Ch. decía que, de niña, no soportaba estar sola junto a una estatua; que temía que la estatua abriera o cerrara los ojos, que dijera algo, que profetizara. Yo, la verdad, nunca le creí. Qué estúpido.

 
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