Usted está aquí: jueves 13 de septiembre de 2007 Opinión Para Julieta

Margo Glantz

Para Julieta

Cuando conocí a Julieta Campos aún no tenía los cabellos rojizos, los tenía negros; era novia de Enrique González Pedrero y vivía en la Casa de México de la Ciudad Universitaria, en París. Era el otoño de 1953, al que seguiría un invierno excepcionalmente frío. También estaban Ricardo Guerra, Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, Horacio Torres García, Luisa Durón, Emilio Uranga, Jorge Portilla, Ramón Xirau, Manuel Quijano, un hijo de Salinas y Rocha, otro hijo de un político priísta: andaba en Porsche y su beca del gobierno mexicano le servía para mantenerlo en buen estado.

Éramos estudiantes pobres, comíamos casi siempre en el restaurante universitario y, aunque lo he contado antes, lo reitero: los viernes, cuando servían pescado, el olor llegaba hasta la Porte d’Orléans y preferíamos Julieta, Enrique, Paco López Cámara y yo comer en un restaurancito donde servían como postre un delicioso puré de castañas con crema chantilly. Enrique y otros estudiantes organizaban mítines contra la imposición de Castillo Armas en Guatemala; jugaban luego ajedrez o al futbolín en un bistrocito de la esquina.

Julieta estudiaba en la Sorbona un curso de civilización francesa y pronto nos hicimos amigas. Tenía 21 años y su inteligencia y cultura, prodigiosas; conversábamos e intercambiábamos libros, nos hacíamos confidencias; la extrañé cuando regresó a Cuba, después de un viaje por Europa con Enrique. Paco y yo nos quedamos cinco años más y al regresar reanudamos la amistad; ya había nacido Mili –el escritor Emiliano González Campos–; los recuerdo en su departamento de Narvarte, en la calle de Torres Adalid, Julieta traducía asiduamente y con perfección libros del Fondo y Enrique y Mili usaban, para estar en casa, unas batas de seda roja, estilo inglés, confeccionadas por la madre de Julieta. Mili tenía los ojos muy azules y redondos.

En el barco que nos conducía de regreso a México, en 1958, Paco y yo nos detuvimos en La Habana, día de la huelga general, sólo pudimos visitar el zoológico: Batista tenía los días contados. Al triunfo de la revolución fue la euforia: recuerdo un día en la Zona Rosa, por cuyas librerías circulaba una edición de la Revista de la Universidad, dirigida por Jaime García Terrés, número de antología, agotado de inmediato. Enrique publicó su libro sobre la nueva y flamante Revolución Cubana; en 1961 fui con Paco, mi marido, a un congreso del FMR, movimiento fundado por el general Cárdenas, donde también militaba Enrique: nos tocó la invasión a Bahía de Cochinos.

Durante esa visita, conocí la casa donde nació Julieta y a algunos de los personajes tan vívidamente retratados en su última novela.

En 1959, Carlos Fuentes, Enrique González Pedrero, Víctor Flores Olea, Paco López Cámara y Luis Villoro fundaron una revista de escasos números y gran impacto, El espectador.

Las juntas se realizaban, como más tarde las del Pen Club, dirigido por Julieta, en el restaurante de mis padres situado en la Zona Rosa, el Carmel. Enrique Florescano invitó a los espectadores a Jalapa, donde aún residía, para presentar la revista en sesiones multitudinarias y exitosas; con nuestros maridos, íbamos Julieta y su hijo Mili, Estela Ruiz con Juanito, y yo, embarazada de mi hija Alina.

Durante muchos años, más de 30, mi vida y la de Julieta estuvieron muy ligadas, viajamos juntas muchas veces, participamos en aventuras intelectuales al unísono, y fui advirtiendo poco a poco su transformación: resuelta, segura de sí misma, cada vez más bella a medida que encontraba su estilo, Julieta fue perfeccionando su escritura, ya visible en sus múltiples traducciones y ensayos, luego, en esa novela-parteaguas en nuestra narrativa, Muerte por agua, seguida de un libro de cuentos extraordinario: Celina y los gatos.

Dejo inconcluso este breve texto de homenaje, dispuesta a pronto reanudarlo, con unas frases que escribí en 1969 sobre este último libro:

“En los cuentos el tiempo se desliza (…) hasta formar una oquedad de un ahora que transcurre y se fija definitivamente, sin peligro de que las cosas mueran o de que los seres cambien, pero la ciudad atestigua algo diferente: vive en abstracto, concentra, guarda, esconde lo que sucede en las casas para perderse en las calles, los parques, los jardines. Un sentimiento de insularidad castiga el ambiente y corroe a la ciudad en parábola maligna. La ciudad se repliega como gusano adoptando una forma de caracol marino, mimetizándose, para regresar a su lugar de origen, el mar.”

 
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