Usted está aquí: domingo 9 de septiembre de 2007 Sociedad y Justicia Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

La batalla perdida

Irene procura convencerse de que, al menos por el momento, lo principal es recuperar la serenidad. Más tranquila podrá inspirarse recordando las historias de suicidas que durante años ha estado leyendo en los periódicos. Mientras acuden a su mente decide remover sus papeles; tal vez encuentre la estadística que recortó de una revista. En ella un tanatólogo danés afirmaba que los varones ocupan el primer lugar entre las personas que deciden “salir por la puerta falsa”.

Ese dato no le aportará nada. Será mejor concentrarse en los casos de suicidios. Por la mente de Irene desfilan sólo episodios vulgares en los que la decisión de morir encontró un cómplice efectivo en armas, venenos, cables, cuerdas, alcohol mezclado con pastillas, detergentes, insecticidas, aparatos eléctricos...

Esto le recuerda una historia extraordinaria: “Decepcionada por las constantes infidelidades de su amasio, Nicolasa N. decidió introducirse en la lavadora de la tintorería donde prestaba sus servicios. Dada su pequeña estatura, Nicolasa N. logró ese propósito, mas no el de privarse de la vida, pues en el momento en que accionó la máquina fue descubierta por la encargada del negocio”.

Irene siente curiosidad por saber qué habrá pasado con Nicolasa N. Es posible que, abrumada por las burlas de sus compañeros, haya tenido que renunciar a su empleo en la tintorería. Tal vez ella se vea obligada a hacer lo mismo en la inmobiliaria donde trabaja si no encuentra una buena justificación para explicar que Marcia la haya descubierto gimiendo y convulsionándose junto a la taza del excusado. Su amiga prometió guardar el secreto, pero ella la conoce muy bien y sabe que basta con pedirle a Marcia discreción para que se convierta en altavoz de las intimidades ajenas. Puede imaginarse a su amiga haciendo comentarios burlones con todo el mundo, inclusive con Wenceslao.

Toda la atracción que Irene ha sentido por ese hombre de pronto se convierte en odio. Por culpa de él estuvo a punto de perder la vida en el momento menos propicio –el séptimo aniversario de la inmobiliaria– y de la manera más bochornosa: atrapada en una faja reductora que le interrumpió la circulación y estuvo a punto de cortarle el aliento. De no haber sido porque Marcia entró en el baño, a estas horas ella estaría muerta o por lo menos paralizada de un miembro.

Le queda poco tiempo para inventar una historia que la salve del ridículo. En cuanto la tenga bien pensada llamará a Marcia para contársela y pedirle otra vez, pero con más vehemencia, que mantenga en secreto el misterio oculto tras la escena del baño.

Irene experimenta la excitación que debe sentir un escritor de novelas policiales cuando urde tramas, rastrea pistas, ata cabos, arma coartadas hasta que al fin descubre los móviles del verdadero culpable. En su historia no serán los kilos de más ni la faja reductora, sino el amor. Para celebrar su conclusión, Irene se dirige a la cocina y se sirve una taza de café.

Con ella entre las manos da vueltas por su departamento –como deben hacerlo quienes escriben novelas policiales– y comienza a inventar la historia que le contará a Marcia. Disfruta por anticipado el asombro con que su amiga le preguntará: “¿De veras hay algo entre tú y Wenceslao? Pues qué guardadito se lo tenían, porque yo jamás me lo imaginé”.

II

A las diez de la noche Irene descuelga el teléfono y marca el número de Marcia. La saluda tal como lo imaginó:

–¿Te desperté?... No, no te preocupes, ya me siento muy bien. Comprendo que es una impertinencia llamarte a estas horas, pero quería agradecerte lo que hiciste por mí y también explicarte algo. Después de lo linda que fuiste conmigo, me siento obligada a contarte la verdad.

Irene se muerde los labios y enrojece mientras escucha a Marcia: “No te imaginas el sustazo que me llevé cuando entré al baño y te encontré en el suelo, con el brazo atorado en la faja y luchando por sacártela. Llorabas, tenías la cara amoratada… Pobrecita, me imagino cuánto habrás sufrido. Qué bueno que ya pasó todo y que te sientes bien. Irene prométeme que no volverás a someterte a esa tortura china y que harás la dieta que te recomendé. Me sudan las manos sólo de recordar lo de esta tarde. ¿Qué tal que no voy al baño? Pudiste haberte asfixiado.

–Eso es lo que quería: matarme. Sí, como lo oyes: matarme. Sin tener a quién revelarle mi secreto y pedirle un consejo, me sentí desesperada.

Marcia reacciona tal como Irene lo había previsto:

“Somos amigas, debiste hablar conmigo. O que ¿ya no me tienes confianza?... Pues entonces dime lo que te sucede. ¿Estas enferma? ¿No? Me alegro. ¿Creíste que ibas a entrar en el recorte de personal? Si te desesperaste por eso, deja de preocuparte: ya vi la lista y no está tu nombre. ¡Por Dios, dime qué fue!

–Estoy enamorada de Wenceslao.

El rostro de Irene se ilumina con una sonrisa al escuchar a su amiga: “¿De Wenceslao, el de facturación? Sí, ya sé que no hay otro con ese nombre en la inmobiliaria, pero es que apenas puedo creerlo. Te juro que nunca me lo imaginé. ¿Y desde cuándo…?

Irene no había pensado en que Marcia le haría esa pregunta y titubea:

–Bueno es que… Eso no importa. Sólo puedo decirte que mis sentimientos hacia Wenceslao fueron cambiando sin que yo me diera cuenta hasta convertirse en amor. Todo el tiempo necesito verlo, estar cerca de él. Cuando Wenceslao no se presenta en la inmobiliaria siento que mi mundo se desploma y pierdo el interés por todo. ¡Qué cosa! Ni yo mismo puedo creer que a estas alturas de mi vida me haya sucedido algo así. De seguro te parezco una vieja cursi, ridícula.

Marcia se ofende: “¿Por qué siempre piensas que te estoy juzgando? Soy tu amiga, no tu juez; te acepto como eres, respeto lo que haces; ah, pero eso sí, no te perdono que me hayas ocultado tu amor hacia Wenceslao. ¿Él te corresponde?

Irene sabe que ha llegado al punto en que su relato debe resultar magistral:

–Creo que sí. Aunque no me ha dicho nada, lo noto en sus atenciones, en su forma de mirarme y de sonreírme. Es algo muy hermoso, pero hoy cuando vi a Wenceslao bromeando con las muchachas, comprendí que lo nuestro no tiene futuro y decidí suicidarme ahorcándome con mi faja, lo único infalible al alcance de mi mano. Lo habría conseguido si no hubieras entrado al baño cuando…

Marcia no disimula su asombro: “¿Qué? ¿Ibas a suicidarte por Wenceslao? No lo entiendo: si tú lo quieres y el te corresponde ¿Cuál es el problema?”

–El calendario: Wenceslao es nueve años más joven que yo. Lo sé desde la tarde que olvidó su credencial de elector en mi escritorio, pero no le di importancia. Me dije: en el mundo hay muchos hombres jóvenes que deciden casarse con mujeres mayores, Wenceslao podría ser uno de ellos. Hoy me di cuenta de muchas cosas, entre otras de que ya no puedo darle hijos y sé que él está muy ilusionado con formar una familia. Tiene derecho a ser feliz; yo, en cambio, sin él no podré serlo y por eso decidí quitarme la vida.

Irene escucha los sollozos de Marcia y apenas puede comprender lo que dice: “Te admiro. Yo en tu caso, con tal de vivir un amor tan intenso, aunque sólo fuera por un tiempo, pasaría por encima de todo. Ves cómo es cierto lo que te he dicho tantas veces: eres mejor persona que yo”.

–No hables así. Prométeme que no le dirás a nadie lo que acabo de contarte, no quiero que Wenceslao vaya a enterarse. Ahora que ya lo sabes todo creo que debo colgar, pero antes necesito pedirte que nunca volvamos a hablar de eso: necesito olvidarlo. ¿Me entiendes, verdad? Gracias, gracias por todo.

III

Después de colgar Irene permanece junto al teléfono. Tiembla y llora. Le gustaría que la historia que acaba de inventarle a su amiga fuera real y que detrás de ella no existiera una sola verdad: cuando se enteró de que la inmobiliaria iba a celebrar con una comida sus siete años de existencia, pensó en Wenceslao, quiso atraerlo mostrándose ante él esplendorosa y delgada. No tenía el tiempo necesario para hacer efectiva una dieta, así que compró la faja reductora que había visto anunciada en los periódicos.

Esta mañana, en cuanto se la puso –por cierto, con muchísimas dificultades, aunque siguió al pie de la letra el instructivo– sintió un breve sofoco, pero no le dio importancia. Estaba segura de que al paso de las horas la prenda se volvería, según la publicidad, “una piel fiel a tu piel”. El malestar siguió agravándose y después de los discursos, la comida y los brindis se volvió intolerable. Irene sintió mareo y serias dificultades para respirar, así que corrió al baño para quitarse la faja. El material elástico estaba literalmente pegado a su piel y por más esfuerzos que hacía no lograba librarse de la prenda. Cuando ya iba a pedir auxilio vio a Marcia, quien la encontró sudorosa, semidesnuda, asustada y al borde de la asfixia.

 
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