Usted está aquí: domingo 9 de septiembre de 2007 Opinión El cielo dividido

Carlos Bonfil
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El cielo dividido

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De nueva cuenta el realizador mexicano Julián Hernández (Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor, 2003) elabora una crónica de la desesperanza amorosa. Esta vez, sin embargo, todo ha cambiado. Es otro el paisaje social. Ya no los terrenos inhóspitos de Ciudad Azteca; en su lugar, el campus universitario y la zona rosa con sus antros de moda; la vieja condena al autoexilio urbano se ha vuelto frenesí deambulatorio por la discoteca como espacio de ligue y azote juvenil; el lacónico blanco y negro de la fotografía cómplice de Diego Arizmendi es hoy el inquieto movimiento de cámara de Alejandro Cantú en torno de una pareja, con sucesión Benetton de besos homoeróticos, antes transgresores, hoy reiterativos.

En su nueva apuesta estilística (recurso al color, largos planos secuencia, elogio del silencio), Julián Hernández ensaya las festividades del rencuentro y el final feliz. Dos chicos se aman, un tercero en discordia divide el firmamento dichoso e instala la desesperación; hay pocos diálogos, varios desbordamientos líricos en off, y en conclusión el paraíso recobrado de la pareja. El cine queer se ha vuelto reliquia, la transgresión moral un estorbo en el flamante edén de tolerancia, y los jóvenes corazones gay viven un limbo sentimental con previsible retribución venturosa.

En sus cortos y su largometraje anterior el director jamás ocultó su admiración por Pier Paolo Pasolini. Algunas imágenes desgarradoras remitían a las atmósferas del ligue callejero, al amor no correspondido, a la promiscuidad sexual, y en ocasiones al linchamiento homofóbico. Sus jóvenes eran parias, o al menos deambulaban por los territorios de Una vida violenta, sin permiso de nadie, sin arraigo a la vista, y sin esperanza de redención a cuadro. Lo más alejado de estos seres errantes, viviendo en carne viva la marginalidad y el recelo social, era justamente el diseño de una comunidad gay solazada en la aceptación social y en la complacencia del reventón programado.

Una cultura juvenil del consumo y la tolerancia fue precisamente lo que llevó a Pasolini a redactar un texto célebre, Refutación de la Trilogía de la vida (Corriere della Sera, abril, 1975), donde denunciaba a una generación no sólo víctima de la estupidez burguesa, sino cómplice también de ella. Advertía entonces el cineasta: “La lucha por la democratización de la expresión y por la liberación sexual se ha visto brutalmente rebasada por un poder consumista que concede una tolerancia enorme y falsa”. Luego de esa refutación del edén sensual de El decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches, Pasolini dejaría un sulfuroso film testamento, Saló o los 120 días de Sodoma. Tres décadas después el retrato de ese mundo juvenil mediatizado, no ha perdido ni su actualidad ni su virulencia. Y era ese retrato lo que diferenciaba al cine marginal de Julián Hernández de las visiones sonrientes del cine gay comercial, aproximándolo en lo posible a una vertiente queer sin mayores antecedentes en México.

En El cielo dividido sorprende el vuelco radical de un punto de vista que hoy se inaugura optimista. Su visión de una sociedad tolerante hacia los gays contrasta con la realidad. De acuerdo con una encuesta en México (Mitofsky, enero 2007), 54 por ciento de las personas interrogadas no aceptaría convivir con una persona homosexual. Julián Hernández imagina un mundo distinto, de orgullosa visibilidad, sin discriminación ni violencia homofóbica, y su propuesta de armonía universal le lleva a concebir, según sus palabras: “Una cinta de propaganda amorosa... que apela a que cuando acabe la función el público llore, y que en ese momento la gente saque su celular y llame a esa persona para decirle que se ha dado cuenta de todo, y que aún existe una posibilidad, y que Dios nos ha dado la oportunidad de vivir algo así” (Diario Monitor, 24 enero 2006). A su modo, el director ha elaborado, como Pasolini, una refutación de su trabajo anterior, aunque en un sentido muy opuesto. Han pasado más de 30 años y los tiempos son otros, y otro el sentido de una revuelta, ausente aquí o sublimada en abandono sentimental y en contemplación estética.

El cielo dividido es el retrato de un desencanto juvenil, con sus dudas y sus azotes, su anhelo de aceptación, sus regocijos y sus llantos. Un acercamiento intimista a una generación, jóvenes gay de clase media, que a la crisis del desempleo y a la incertidumbre opone la combustión de sus entusiasmos afectivos.

 
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