Usted está aquí: domingo 9 de septiembre de 2007 Opinión La bicicleta solitaria

Bárbara Jacobs

La bicicleta solitaria

Del frío había vuelto a pasar al calor y a regresar al frío, del sueño a la vigilia, pero en ella había vuelto a quedarme. De nuevo había perdido y no lograba recuperar la tranquilidad. Habían vuelto a temblarme las manos. Si hablaba tartamudeaba fuera de control. El corazón se me iba. Lo sentía huir y era incapaz de evitar su fuga. Otra vez estaba desesperada. De nuevo amanecía con lágrimas injustificadas. Tenía miedo otra vez y se me escapaba confesarlo. No quería hacer otra cosa que permanecer quieta, en silencio, encerrada. Quería seguir a oscuras mientras no dejara de temer y de temblar. En tanto no recobrara la calma no podía hacer nada, nada que no fuera oír silencio porque hasta mi voz, especialmente, de nuevo me había vuelto a hastiar.

Sobre la mesa al lado de la cama había un libro. Pero no podía ni quería esforzarme en alcanzarlo y leerlo. Se trataba de un libro aleatorio, desprogramado. Ahora me daba cuenta de que en los días anteriores lo había estado leyendo sin racionalmente querer leerlo, y que este desorden ya anunciaba mi desesperación. Sigo planes de lectura estrictos porque son un tratamiento. La severidad sirve para no volverme loca si de pronto se me olvida qué hacer. Si haber estado leyendo un libro que bien a bien no sabía por qué leía ya era una advertencia de desesperación, haberlo estado leyendo era preferible que no querer leerlo como me sucedía ahora, que incluso me rebelaba, aunque muda, aunque pasivamente, contra mi propio veto de haberlo estado leyendo sin querer.

Reconocía otros preludios de desesperación, el peso dentro de la cabeza, la tendencia a equivocarme, como al haber escrito en mi diario “logré apartarme lo suficientemente de mí misma para tratar de almarme”, en lugar de haber escrito “logré apartarme lo suficientemente de mí misma para tratar de calmarme”. De nuevo, no encontraba la paz. Ni llamar al alma a la calma, ni clamar a la calma que calmara al alma surtía efecto. La desesperación ganaba terreno una vez más.

Qué voy a hacer, gritaba sin voz. Mi trabajo estaba aplazado ante el terror. Mis buenas intenciones otra vez aniquiladas por la desconfianza. Había vuelto a ser tomada por el pánico. Hablaba por sí misma la expresión que el espejo me reflejaba y que no podía definirse sino como otro síntoma inequívoco de locura. Pero qué es la locura, me preguntaba con ánimo de zarandearme y forzarme a entrar en razón. Y sucedió lo peor, pues pude enfrentar el desafío. Al responder, sabía lo que decía y sabía que mi respuesta era la correcta. La firmeza con la que me respondí era escalofriante. Contesté, la locura es el desprendimiento. Si te desprendes, supe, te vuelves loco. De nuevo estaba a punto de desprenderme. Había vuelto a perder la fuerza necesaria para empuñar la vida. Una vez más había perdido hasta el menor asomo de credulidad. Otra vez carecía del más mínimo entusiasmo.

En la duermevela de esta terrible vigilia se me presentó la imagen de una bicicleta vista de costado, su dirección hacia la izquierda. Aunque las dos llantas hicieran contacto con el piso, en el centro y en medio de un puente de madera que atravesaba un precipicio, su equilibrio era inexplicable, una rareza en el mundo real. Era un equilibrio instantáneo, más implacablemente condenado que simplemente amenazado a negarse a sí mismo en favor de las leyes de la gravedad. Era una estructura completa, aunque de aspecto quizá más frágil que ligero. En el inminente momento en el que perdiera el equilibrio no sólo caería contra la base sino que se haría pedazos. Por más leve que fuera, el impacto contra el piso la pulverizaría sobre el abismo. Aun cuando fuera bella, verla no me complacía; me inquietaba. Aun cuando por plateada fuera deducible que estaba hecha de acero, a mí me parecía irreal, hecha del material del que, en efecto, están hechos los sueños. Y que se orientara hacia la izquierda en lugar de hacia la derecha, era otro dato que provocaba mi inquietud, como si significara que, de ponerse en movimiento, la bicicleta solitaria se dirigiría hacia el pasado, hacia atrás, hacia la inexistencia, y no hacia el presente que es, comoquiera que se le juzgue, por lo menos la entrada al porvenir, es decir, a la posibilidad de existencia.

Pero a pesar de la alarma que despertó en mí la bicicleta de pronto más bien me alentó para animarme y montarla, asir el manubrio, girarlo y, con los pies en los pedales, arrancar y volver a empezar.

 
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