Usted está aquí: domingo 9 de septiembre de 2007 Opinión Julieta Campos

Elena Poniatowska

Julieta Campos

Ampliar la imagen La escritora Julieta Campos durante la presentación de su novela La forza del destino, en febrero de 2004 La escritora Julieta Campos durante la presentación de su novela La forza del destino, en febrero de 2004 Foto: José Antonio López

Lúcida, luchó hasta lo último. Había entrado a su “Jardín de invierno” aunque su casa tuviera los cristales de colores y la luminosidad de su natal La Habana. Entre los muebles blancos, todo era refinamiento, dulzura, levedad. Julieta parecía un cuadro de Joy Laville, apenas unas cuantas pinceladas precisas y cautivadoras y ya está. Le gustaba esa pintora, se identificaba con ella. En su casa, uno podía sentarse en una mecedora e imaginarse frente al mar. Con razón uno de sus libros se llama El lujo del sol. Ella misma tenía algo de palmera y de flor, de cortina que vuela y pretende escapar por la ventana.

Sin embargo, Julieta Campos era una mujer fuerte, juvenil, una trabajadora, una escritora de libros difíciles como ¿Qué hacemos con los pobres? y La forza del destino sobre la saga de su familia cubana que abarca 14 generaciones. Maestra de la UNAM, habló y pensó con exactitud. Julieta daba en el clavo. Determinada, puntual, cuidadosa, supo guiar a los jóvenes como lo hizo con el Pen Club mexicano cuando fue su presidenta y organizó, a fines de los 70, buenas conferencias: un poeta consagrado con uno no tanto, Octavio Paz con David Huerta; un novelista triunfante, Carlos Fuentes, con una escritora de la editorial Siglo XXI, María Luisa Puga. En esa época también hicimos un viaje juntas a Rio de Janeiro como miembros del Pen Club, ella, la presidenta; yo, la tesorera, cuando Mario Vargas Llosa era presidente del Pen Club Internacional. Durante ese viaje me di cuenta de su amor a la vida. “No Elena, no vamos a tomarnos un hot dog de pie para ponernos a trabajar, vamos a sentarnos a una mesa y decidir tranquilamente lo que tenemos que hacer”. Cuando yo proponía picar piedra ella ya la había picado con decisiones atinadas y prudentes. Cuando yo quería lanzarme, ella me detenía. “Espérate, las cosas pueden cambiar”. Sabía vivir, sabía medir las consecuencias. Sabía reflexionar y deliberar antes de emprender una acción. Así lo hizo como esposa del gobernador Enrique González Pedrero, en Tabasco. Ya en Manaus, Brasil, lugar al que llegamos primero antes del congreso en Río de Janeiro; al ver la belleza del agua, el fluir del río, el paisaje tropical, Julieta hablaba de los senderos que podrían abrirse en los parques que él y ella desbrozarían, de los mil caminos que podrían abrirse en la mente de los tabasqueños, de los niños, del Parque de La Venta, del teatro, de las salas de arte, de los monumentos, el agua, el maíz y sobre todo del apoyo a los sin casa, de la educación a partir de los intereses de cada uno, de la formación de los jóvenes, del amor a Tabasco que para ella era una continuación de Cuba, por su agua, su muerte por agua, la frondosidad de sus árboles, la admiración por Carlos Pellicer, el amor a la poesía, el amor a los animales, su fijación en los gatos reflejada en su novela: Celina o los gatos. Ya desde entonces hablaba de “Bajo el signo del IX Bolón” y “Tabasco, el jaguar despertado”. Acunaba al estado de Tabasco en sus brazos y lo mecía como a un niño al que hay que curar, acariciar y sonreía al pensar cómo iba a verlo crecer.

Recuerdo cómo al llegar a la casa de Gobierno, amueblada con pesados sillones y terciopelos fuera de lugar, hizo de los distintos aposentos un canto a la luz y a la alegría con colores claros y marítimos que iban bien con el clima y convirtieron la casa en una flor resplandeciente.

Años más tarde habría de preocuparse mucho por la belleza del Paseo de la Reforma y el sembradío de flores en distintas partes de la ciudad durante su gestión como Secretaria de Turismo del gobierno de Andrés Manuel López Obrador en el Distrito Federal.

La belleza era una de sus constantes, la inteligencia de la belleza, la belleza física y la intelectual, la pública y la personal, la de la ciudad y la de sus casas en la calle de Frontera y en el pueblo de Tetecala, la de los libros que escribió: El miedo de perder a Eurídice.

Doctora en filosofía y letras de la Universidad de La Habana y diplomada de La Sorbona de París, ganadora del Premio Xavier Villaurrutia por su novela Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina, en 1974, Julieta Campos se nos adelantó. Cuando supo de su enfermedad empezó a vaciar sus libreros de lo que ya no leería, de papeles caducos. Recogió sus constancias de viaje (ya que viajó a Europa, a Estados Unidos y Sudamérica) y se puso a escribir el que sería su último libro. Pionera en la traducción y en la crítica literaria, dedicó su vida a Emiliano, a Enrique, a la literatura, a sus amigos y al Oficio de leer, como ella misma tituló un ensayo en el que afirma que “escribir y leer son dos extremos de un mismo movimiento hacia la apertura y el encuentro. Son actos de amor y reconocimiento”.

Recuerdo su interés por el nouveau-roman Nathalie Sarraute y Robbe Grillet. “Me gusta este experimento” –me dijo–. Pero nadie le gustó tanto y con nadie se identificó tanto como Anaís Nin.

Corrigió con esmero (a pesar de su debilidad) el último libro de Andrés Manuel López Obrador: La mafia nos robó la Presidencia. Como él, quería el cambio de México.

Los gatos, sus movimientos, su suavidad, su coquetería, su independencia, su naturaleza voluble e inesperada siempre fueron una de sus fijaciones aunque también quiso a los perros a los que se les adivina todo.

Severo Sarduy le aseguró a Julieta: “Yo seduzco, tu convences”. Sí, Julieta convencía, hablaba bien, en el comité editorial de Vuelta de Octavio Paz, su voz era clara, firme, lo mismo en la Revista de la Universidad. Sus juicios y sus fidelidades no oscilaban. En Tabasco se entusiasmó por el teatro indígena y campesino que había empezado a dirigir María Alicia Martínez Medrano en Yucatán y lo promovió con fervor. Además de Bodas de sangre, de García Lorca, me invitó a “una sorpresa” y cual no sería mi asombro en la exhuberancia del pueblo de Oxolotán, ver cómo bajaban de una colina 500 niños y niñas quienes gritaban al unísono: “Yo soy Lilus Kikus”. Este espectáculo ha sido una de las grandes emociones de mi vida. Toda la población participó gracias a la autoridad persuasiva de María Alicia que convenció a la dueña de la tortillería, al cantinero, al panadero de que podrían transformarse a sí mismos durante unas horas.

El interés de Julieta por los campesinos, en realidad indígenas, la hizo escribir La herencia obstinada sobre la tradición oral náhuatl y dedicarse a un proyecto de integración y desarrollo de las comunidades indígenas a partir de su propia forma de vida. Julieta no imponía, se comprometía con lo que creía debía hacerse, pero siempre preguntó, preocupada: “¿Le parece bien?” “¿Está de acuerdo?” Su compromiso social era también un compromiso literario. Allí estaba la realidad y había que verla, conocerla, estudiarla. Intuitiva, adivinaba en los demás, sus necesidades.

Nos vamos muriendo todos, nos vamos a morir todos. Julieta nos precedió pero supo prepararse, dejar en orden sus querencias, su obra, sus amores Enrique y Emiliano, sus amigos que al final ya no quiso ver: “Quiero que me recuerden tal y como era”. Sabía que su cuerpo “ya no le permitiría estar en el mundo”, como dijo su hijo Emiliano. Vivir nuestro duelo es cubrirla con la belleza tierna de las flores y leerla como pidió Octavio Paz, su gran amigo, a la hora de su propia muerte.

 
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