Usted está aquí: domingo 9 de septiembre de 2007 Opinión Navegaciones

Navegaciones

Pedro Miguel
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Palancas y botones

Caducidad de Arquímedes y de Freud

Ars amandi y Guía sexual de Durex

En tiempos recientes Arquímedes ha sido severamente vapuleado. Hace dos años, científicos del Instituto Tecnológico de Massachusetts y de la Universidad de Arizona intentaron reproducir, sin éxito, las lupas y los espejos que el sabio griego diseñó, según la leyenda, para incendiar las galeras del general romano Marcelo que sitiaban Siracusa. Para colmo, algún físico moderno ha calculado las condiciones bajo las cuales sería posible cumplir la frase arquimediana “dadme un punto de apoyo (fulcro) y moveré el mundo”, y sus conclusiones son desalentadoras: de poderse se puede, pero para que un humano de fuerza mediana pudiera mover un centímetro esta pelota de 6 mil trillones de toneladas tendría que hallar el fulcro adecuado, luego construir una palanca con una longitud de 10 millones de años luz, es decir, 100 veces más larga que el diámetro de nuestra galaxia, y después la mano que moviera esa palanca debería recorrer un arco de un billón de años luz (ojo, chato, que ese trayecto te toma un tiempo equivalente a 10 veces la edad del universo), y sí, a la postre conseguiría alzar un centímetro este planetucho de porquería.

Pese a sus limitaciones, esa ley de Arquímedes se mantuvo vigente en las interfases de la tecnología hasta mediados del siglo XX y el poder de la palanca fue tan apreciado que se convirtió en metáfora del poder a secas: “tener palancas”. Se empleaban en toda suerte de maquinaria, desde hornos de fundición hasta máquinas de escribir, como interruptores eléctricos, y aún se les puede ver, muy orondas ellas, emergiendo de la caja de transmisión de los automóviles. Esa popularidad es consistente con el hecho de que, desde el Neolítico y creo que hasta la fecha, vivimos en sociedades preponderantemente falocráticas en las que la porción masculina de la humanidad ha tenido la sartén por el mango y en las que el control sobre los demás se representa por medio de cetros, báculos, férulas, varas y bastones de mando.

En pleno esplendor del Rey Vergara un célebre neurótico de Viena ideó la fantasía perfecta para explicar las diferencias en el desarrollo de los dos géneros: “Si investigamos hasta una profundidad suficiente la neurosis de una mujer, tropezamos frecuentemente con el deseo reprimido de poseer, como el hombre, un pene. A este deseo lo denominamos ‘envidia del pene’ [...]. En otras mujeres no aparece este deseo, pero sí el de tener un hijo, deseo cuyo incumplimiento puede luego desencadenar la neurosis. Es como si hubieran comprendido –cosa imposible en la realidad– que la naturaleza les ha dado los hijos como compensación de lo que hubo de negarle. Por último, en una tercera clase de mujeres averiguamos que abrigaron sucesivamente ambos deseos. Primero quisieron poseer un pene como el hombre, y en una época ulterior, pero todavía infantil, se sustituyó en ellas a ese deseo el de tener un hijo [...]. No nos es difícil indicar el destino que sigue el deseo infantil de poseer un pene cuando la sujeto permanece exenta de toda perturbación neurótica en su vida ulterior. Se transforma entonces en el de encontrar marido, aceptando así al hombre como un elemento accesorio inseparable del pene.” Y lo que en la mujer era envidia por no tenerlo, en el hombre era un pánico a perderlo que nuestro autor llamó “complejo de castración”.

Si Segismundo hubiera tenido noticia de los millones de dólares que se mueven en el mercado actual de productos y tratamientos dudosos para ensanchar y alargar el miembro masculino –desde pastillas de hierbas hasta cirugía, pasando por plomadas y bombas de vacío–, se habría dado cuenta de que la envidia del pene causa muchos más estragos entre los hombres que entre las mujeres y que buena parte de los primeros viven en la añoranza de una mayor palanca arquimediana con la (falsa) ilusión de que con ella moverán el planeta.

Quién sabe si la naturaleza humana imita al arte o si es al revés, pero a mediados del siglo pasado el mundo se dio un golpe en la cabeza y el poderío masculino empezó a remitir. Coincidencia o no, la mecánica fue cediendo su sitio a la electromecánica y ésta, a su vez, a la electrónica, y con ello las palancas fueron remplazadas en los mecanismos de mando (es decir, de poder) por componentes más sutiles: interruptores redondos que requerían de menores recorridos y de menos fuerza. Un momento clave en ese proceso fue cuando la energía demencial de las armas atómicas quedó localizada, así fuera en el imaginario colectivo, en el botón nuclear. En forma paralela al creciente acceso de las mujeres al poder, las interfases tecnológicas experimentan la poda de las palancas y el florecimiento de los botones.

Al principio éstos se asociaban con funciones específicas y las consolas de control eran unas enormes mazorcas de granos luminosos. Poco a poco, se ha llegado al predominio del botón genérico que otorga el mando sobre cientos, miles o millones de botones virtuales: la tecla “enter”, el clic del mouse, el mecanismo de control de los iPod y de los celulares modernos. La palabra botón tiene significados varios: designa a la pieza que permite abrir y cerrar las prendas de vestir, al dispositivo que activa funciones y a la flor que no ha abierto sus pétalos. Tal vez resulte exagerado y mecanicista ver en este cambio sostenido un síntoma del tránsito de una era fálica a una clitoriana. Pero no necesariamente por estas representaciones del poder, sino también por la capacidad de placer, acaso no esté lejano el día (algo se ha esbozado ya por ahí), en que alguien acuñe el concepto de la envidia masculina del clítoris.

Ese sentimiento pudo ser responsable de que se relegara al olvido conocimientos ancestrales y básicos de la anatomía femenina. En The-clitoris.com se lee: “La revelación de Master y Johnson de que el orgasmo femenino es casi por completo clitoriano habría sido algo común para todas las comadres del siglo XVII y había estado anticipado en considerable detalle por los investigadores del XIX. Por alguna razón, descendió una gran amnesia sobre este tema en los círculos científicos alrededor de 1900, de manera que las verdades de los ancianos podían ser ovacionadas como impactantemente nuevas en la segunda mitad del XX”. Publio Ovidio Nasón recomendaba en su Ars amandi: “Si das en aquel sitio más sensible de la mujer, que un necio pudor no te detenga la mano; entonces observarás cómo sus ojos despiden una luz temblorosa; luego vendrán las quejas, los dulcísimos murmullos, los tiernos gemidos”. Parece mentira que 2 mil años después la Guía sexual, de Durex deba lamentarse porque “muchos hombres no tienen ni idea de donde localizarlo” y que formule un consejo brutal: “Si no lo encuentras, pregunta”.

Con esa clase de preceptos no es de extrañar si algunos incurren en un error semejante al de los vendedores a domicilio que se pasan 20 minutos con el dedo pegado al timbre sin enterarse que hay un corte de energía eléctrica en toda la zona. Las referencias de todo esto están en la versión hipertexto de la entrega, en navegaciones.blogspot.com.

Aparte de su capacidad para el placer, lo más hermoso de este órgano (y lo más amenazante para las seguridades masculinas) es la incertidumbre: la interacción con él no puede reducirse a mapas, instructivos, horarios ni recetas infalibles, ni a cualquier otra herramienta de la pragmática, salvo, tal vez, la de rendirle tributo con el corazón antes que con otra parte del cuerpo. Legítimas propietarias: sean benevolentes y piadosas con nuestra torpeza y nuestra bastedad, que muchas veces son expresión de impaciencia y de ignorancia. No juzguen con severidad excesiva a quienes lo confunden con el botón de encendido de una lavadora. Con exasperante frecuencia los hombres somos ínfimos y tontos. Acaso, como ocurre con los vendedores de los que hablaba, nadie nos enseñó a tocar con cortesía y consideración los timbres del Paraíso.

 
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