Usted está aquí: jueves 30 de agosto de 2007 Opinión La llama de mi vida

Olga Harmony

La llama de mi vida

Aprovechando la presencia en México del dramaturgo francés Fabrice Melquiot se dieron dos actos que se refieren a su obra. Uno, la publicación de dos textos suyos –La llama de mi vida y El último paseo de Lucy Jordan– por la imprescindible editorial El Milagro en coedición con CNCA y en cuya presentación estuvo, entre otros, el autor que hizo algunas referencias a su obra y a la manera en que la desarrolla. El otro, la escenificación de La llama de mi vida –que da pie al título de la edición– por el traductor al español, el teatrista Manuel Ulloa Colonia. En traducción del mismo, ya conocíamos del dramaturgo El jardín de Beamón publicada hace algunos años por la revista Paso de gato y de Ulloa Colonia –cuya tarea profesional se ha hecho sobre todo en Francia– sabíamos de su generoso esfuerzo por dar a conocer en el país galo a dramaturgos mexicanos en los muy pulcros libros de su editorial Le miroir qui fume. Ignoro si ya se ha establecido en México, pero es aquí, en un teatro universitario, en donde dirigió la obra del dramaturgo francés con un grupo franco-mexicano apoyado, como la misma edición a la que me he referido, por la Embajada de Francia en México.

La llama de mi vida es la que está a punto de consumirse por la rutina de una pareja matrimonial sin hijos muy arquetípica, con el hombre muy conforme en tener su mujer, su casa y su chamba, aunque sea un tanto hipocondriaco, y por una mujer que aspiraba a ser arqueóloga pero abandonó todo al casarse y tiene ahora un trabajo que la cansa, pero no la satisface. El autor subraya lo que esta pareja tiene de común con otras que podíamos conocer, al hacer que tanto el Hombre como la Mujer se dirigen uno al otro con diferentes nombres y la costumbre amorosa se limita a “decimos que lo hacemos pero no lo hacemos”, como afirma el marido y como se observa en el escenario. La situación contrasta con el amor apasionado y no correspondido que siente el Otro Hombre, un huésped que fue animador en vivo de un reality show, que narra y conduce la acción como si se tratara de un espectáculo televisivo, dirigiéndose al público en la sala, pidiendo su aplauso, comentando los sueños mismos del Hombre y dirigiendo a los otros personajes para que realicen acciones sado-masoquistas, al gusto de una audiencia de reality show. Así, al contraste de amor pasión con amor costumbre se añade como tema principal la crítica a los espectadores de televisión, siempre ávidos de presenciar escenas de dolor y muerte, o de sexo, como lo muestran las invectivas que el endemoniado presentador dirige al público, al que, por otra parte, no deja de llamar sensacional. Las acciones de despertar de la pareja, salir, volver a entrar y acostarse se repiten en un ritmo cada vez más vertiginoso, mientras el presentador va creando complicidades con los espectadores hasta el extraño final que es digno de un auténtico reality show.

En una excelente escenografía de Matthieu Fery y del mismo director, en que destaca una gran cama y un techo que es a la vez espejo –que se curvará al final para mostrar a los espectadores reflejados– y paneles transparentes, uno que cubre un vestidor y el otro algunas proyecciones de video debidas a René Pereyra Casting Services que muestran un baño y en otra ocasión a la Mujer al tiempo que está en escena, con esa puerta que se abre a deslumbrantes foquitos y la cortina del final digna de una variedad, Manuel Ulloa Colonia dirige a sus actores –asesorado por Sebastien Leoux– con el exacto sentido del ritmo que se requiere, al contraste entre la parsimonia del demoniaco presentador y la aceleración de acciones de los otros personajes, descubriendo todas las intenciones del texto y logrando la inteligente participación de su elenco, ya en los momentos de placidez del principio, ya en las acciones de gran violencia o la morosidad en el lecho. Antonio Rojas, como El otro hombre tiene casi todo el peso de la escenificación y logra un excelente desempeño con sus contrastados guiños al patio de butacas y su capacidad para proyectar lo mismo a un ser un tanto vampírico como a un estulto conductor de un programa de televisión en vivo, que su personaje es las dos cosas. Pablo Castel resulta muy convincente como El hombre al pasar del conformismo abyecto a la furia casi homicida contra la esposa y su reivindicación final. La mujer es encarnada con cambios y matices, que van de la alegre inconsciencia a la timidez culpable del final, por Sophie Gómez, el diseño sonoro es de Antonio Fernández Ros y el muy buen vestuario carece de crédito en el programa de mano.

 
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