Usted está aquí: domingo 26 de agosto de 2007 Opinión La suerte de Emma

Carlos Bonfil

La suerte de Emma

Ampliar la imagen Fotograma de la cinta La suerte de Emma de Sven Taddicken Fotograma de la cinta La suerte de Emma de Sven Taddicken

El tiempo que queda. La suerte de Emma (Emma’s Gluck), del alemán Sven Taddicken, es una variante romántica, al filo de un cuento de hadas rural, de la corrosiva cinta francesa de François Ozon, Tiempo de vivir (Le temps qui reste). Las primeras imágenes yuxtaponen, en analogía y contraste, la escena del sacrificio de un cerdo en una granja y la tomografía de abdomen a la que se somete un hombre poco antes de que le diagnostiquen cáncer de páncreas. Quien sacrifica amorosamente a la bestia es Emma (Jordis Triebel), y lo hace acariciándola, contando del uno al diez antes de asestarle una cuchillada piadosamente quirúrgica. Emma, la granjera que recuerda la manera en que su padre ultimaba a los cerdos colgándolos, en medio de chillidos atroces, despertando el pánico en las demás bestias que sentían así cercana su propia suerte. Esta brutal y piadosa Emma conocerá por accidente a Max (el Jurgen Vogel de Un amigo mío), el enfermo terminal, le dará hospitalidad y cariño, a fin de repetir en él un viejo ritual humanista, la eutanasia amorosa.

No hay mayor sorpresa en esta parábola de la mujer recia que acompaña en sus últimos momentos al hombre que paulatinamente pierde sus fuerzas, y de quien se ha enamorado. Max recibe su diagnóstico sin la frialdad y cinismo del joven Romain (Melvil Poupaud) en Tiempo de vivir. No hay en él amargura ni estoicismo, ni tampoco el resentimiento estéril por la suerte de los muy próximos sobrevivientes. Max sólo desea terminar sus días muy lejos, en México, tendido en una hamaca y rodeado de aves silvestres. Para lograr su objetivo roba dinero a su mejor amigo, huye en auto a una velocidad suicida, y termina accidentado en la granja de la solitaria Emma, rodeado de cerdos y gallinas.

Primera gran ironía y vuelco inesperado: la supervivencia como mero aplazamiento del desenlace fatal. El director de la cinta conjuga así continuamente comicidad y drama, y no vacila en caricaturizar a los habitantes del pequeño poblado de Emma, en particular a Henner, el policía ingenuo que pretende a la joven, pegado siempre a su madre avinagrada que controla de cerca y a distancia sus movimientos.

Para bien o para mal, la suerte de Emma es descubrir el erotismo tardíamente, al lado de un hombre casi moribundo, y cifrar en una ecuación de vitalidad, entusiasmo y muerte, una esperanza ya inútil. El guión, basado en la popular novela homónima de Claudia Schreiber, evita el desbordamiento sentimental por medio de la farsa. Cuando la solemnidad amenaza con apoderarse del relato, un personaje acaba cómicamente encerrado en un sótano, otro es encañonado con una escopeta, y el protagonista mismo se recupera de vómitos y cólicos insoportables con el bálsamo de repetidos orgasmos con la granjera hospitalaria. Este modo astuto de desarticular la tensión dramática vuelve placentera una historia que de entrada se anunciaba fúnebre. Hay melancolía ciertamente en esta historia de amor sin porvenir, pero también cierto encanto en la crónica rural que asimila con audacia el instinto y los sentimientos, y la suerte de los animales con la de los seres humanos.

En la 6ª Semana de Cine Alemán que hoy concluye en la Cineteca Nacional, La suerte de Emma fue una de las propuestas mejor recibidas. Otros títulos interesantes fueron La piscina de las princesas (Prinzesinnenbad), de Bettina Blumner; Ping Pong, de Matthias Luthardt, perturbadora historia de una revancha sentimental; y también Full metal village, documental de la joven coreana Sung-Hyung Cho, que también se exhibe hoy, en el que se opone una galería de personajes entre amables y grotescos (los habitantes de Wacken, un poblado al norte de Alemania), salidos casi de una cinta del corrosivo director austriaco Ulrich Seidl (Jesús, tú lo sabes, 2003), y una multitud de darketos y metaleros que de todo el mundo acuden al pueblo para la celebración anual de un festival de rock. De la nostalgia de las juventudes hitlerianas, expresada por una joven, a la manera de reciclar casi cuatro décadas después el abandono sensual, el júbilo hasta la extenuación, y el desorden satisfecho del día siguiente del mitológico Woodstock, de Michael Waidleigh, 1970. Ojalá los distribuidores nacionales sepan recuperar para su exhibición comercial o su difusión en video buena parte de este nuevo cine alemán.

 
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