Usted está aquí: jueves 23 de agosto de 2007 Opinión En la meta

Olga Harmony

En la meta

De la obra y vida del escritor austriaco Thomas Bernhard (1931-1989) se han escrito muchos ensayos y alguna biografía. Se sabe que era incurablemente misántropo y que rechazaba a la decadente Austria, en la que le tocó vivir y morir de una enfermedad que arrastró casi toda su vida. Se sabe también que no conoció al padre, que tuvo una tormentosa relación con la madre -de ahí el rechazo a tener hijos- y que siempre deseó la aceptación -negada en todo momento- de una tía hacia el camino que había escogido en las letras.

Mucho de ello se refleja en algunas de sus obras, orquestadas en repeticiones rítmicas, ya que por algo estudió música, y con largos monólogos que se dan inclusive en sus novelas. El contraste entre el mundo exterior y la interioridad de sus personajes encerrados en relaciones sadomasoquistas es una de sus constantes. En la meta es una obra cuyo original no conozco, así es que debo atenerme a la escenificación de David Hevia, traductor y autor de la dramaturgia sobre el texto en alemán.

Conociendo a los personajes de la obra, se entiende lo sarcástico del título, porque tanto la madre como el escritor dramático -la hija no cuenta, no parece tener aliciente en la vida-, al haber llegado en diferentes tiempos a la meta propuesta, se encuentran con un gran vacío existencial. En la madre esto es más notorio, porque alcanzó su propósito hace mucho al casarse sin amor con el dueño de una fundición que tiene una casa junto al mar. El presente, muerto el marido y con un hijo enfermo, es repetir las mismas acciones con su hija sumisa, embriagarse e ir a la orilla del mar con un voluminoso equipaje lleno de prendas viejas y lujosas, pero poco propicias para el verano.

La crítica a las costumbres burguesas de Austria se hace presente en esta madre de origen humilde, pero que se ha incorporado a esa sociedad que odia y desprecia en el fondo, cuando oculta a sus pares a ese monstruoso hijo del que se avergüenza y del que siempre, hasta su temprana muerte, sostendrá ante los demás que es un lindo niño. La primera parte es casi un largo monólogo de la madre, en el que recuerda su vida pasada ante la hija, interrumpidas las remembranzas -aunque vuelve repetitivamente a ellas- por la extraña invitación que hiciera a un autor dramático, cuya obra acaban de ver las dos mujeres, a pasar unos días con ellas en la casa junto al mar.

A partir de entonces, y en la segunda parte, ya con el huésped presente, las reflexiones acerca de la futilidad de la existencia se entreveran con reflexiones acerca del teatro. El autor dramático ha llegado por fin a su meta y contempla el vacío en que se tornará su futuro.

David Hevia conduce su escenificación en los dos espacios diseñados por Germán Cárdenas, el primero casi vacío; el segundo, la playa con un porche y las maletas omnipresentes con la ropa regada por toda la plaza. Si en la primera parte la dirección de Hevia es realista, con esa voraz madre incorporada por Carolina Politi -con todas las posibilidades de su monólogo- a veces excesivamente desbordada en gestos y matices (y me pregunto si el personaje admite una actuación más mesurada), en la segunda se olvida del realismo y divide la escena en dos áreas con diferentes propuestas escénicas.

En la terraza, la madre y el escritor dramático conversan de diferentes tópicos; el escritor narra las presiones familiares para que abandone esa profesión en un tono casi realista, aunque algunas acciones de ambos personajes revelan más su interioridad que la plática, interrumpida por los sarcasmos de la madre.

La blusa de gala que la mujer usa bajo la bata de baño es significativa. El área de la playa es el dominio de la hija y su inconsciente, con esas maletas abiertas y la ropa tendida en la arena, su grotesco maquillaje que muestra su rebelión ante las normas impuestas por la dominante madre y su desesperación por no poder conquistar al dramaturgo que la tiene encandilada.

Por momentos el foco de atención se desvía hacia ella, a pesar de la charla en la terraza, como en su inútil ataque de demencia o cuando se desnuda para cambiar de ropa, lo que no es muy feliz, escénicamente. El sorpresivo final, que ignoro si es del original o propuesta de Hevia, de alguna manera une las dos áreas. Ante la excelente Politi no desmerecen Diana García, como la hija, ni Miguel Cooper, como el enigmático escritor. Edzná García es la criada y responsable del atrezzo; el vestuario es de Saúl Hernández y la música de Omar Tamez.

 
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