Usted está aquí: martes 21 de agosto de 2007 Opinión De Chirico en San Carlos

Teresa del Conde/ II

De Chirico en San Carlos

Casi la totalidad de las piezas –son algo más de 160 las que se exhiben– pueden calificarse de autoapropiaciones, no de autofalisicaciones, pues ni siquiera lo son los óleos orginales de su etapa neometafísica que, por gozar de alta demanda en el contexto del novecento, deben haber procurado a su autor dividendos no despreciables.

Por lo menos tres series entre lo exhibido corresponden a encargos. La carpeta fechada en 1934 contiene las 10 litografías que se imprimió en París con textos de Jean Cocteau. Los temas son los de los Baños misteriosos en los que el agua fue representada en zig zag con efecto de parquet, cosa que es no sólo “inquietante”, sino también matizada de visos cómicos, como sucede en La fuga inexplicable, en la que aparece un símil del propio artista remando en una canoa que apenas cabe en el pequeño lago del que se desprende el afluente que desemboca en una cabina de baño, que reaparece en otras composiciones.

Otras figuras que simulan estatuas abandonadas en parajes solitarios alternan con los bañistas desnudos sumergidos en la madera, o con personajes “reales”, trajeados y con corbata que departen con ellos. Seis años después realizó 20 ilustraciones para El Apocalipsis, publicado en Milán por Ediciones de la Quimera. En cambio, los caligramas de Apollinaire editados por la Nouvelle revue française, con los consabidos soles apagados, carbonizados o brillantes, son de 1930, y un año antes trabajó siete de seis litografías, a tres o cuatro colores, en las que se reiteran sus consabidos “arqueólogos” dentro de cuyos cuerpos, con piernas enanas, análogas a tambores de columnas, se desarrollan “interiores” con todo tipo de elementos: arquitecturas, cornisas, frutas..., reiterándolas décadas después en litos que ocasionalmente coloreó a mano durante el mismo periodo en que le dio por retrabajar el tema de Héctor y Andrómaca, representándolos como los consabidos maniquíes, que durante la etapa metafísica tuvieron tanta injerencia.

No sólo Oskar Schlemer, sino George Gros y otros los retomaron. Con las 20 ilustraciones para El Apocalipsis, ese texto alucinado y predilecto de tantos pintores, atribuido a San Juan en la Isla de Patmos, parece haber tomado las cosas más en serio, probablemente porque la versión al italiano del libro sacro corresponde a un monseñor de jerarquía, y además contiene introducción de Massimo Bontempelli, el poeta y dramaturgo fundador de la revista Novecento.

Son litos a línea con lápiz graso. En la parte inferior de lo que alude al trono celeste –con la figura sin rostro del Todopoderoso– representó su propia versión curiosísima del Tetramorfos, y la mujer rodeada por los rayos del sol y coronada de estrellas (la Madonna del Apocalipsis) está desnuda, sin que su cuerpo corresponda a estatua alguna, con la cara atribulada de la Magdalena, de Donatello. En tanto, la Hidra de siete cabezas parece ilustración de Walt Disney.

Entre las litografías a varias tintas de caballos y villas, es posible distinguir su versión algo modificada de la villa Torlonia y uno de los ángulos más conocidos de Villa d’Este.

Su pericia dibujística no desmerece con el tiempo, porque hay piezas tardías mejores que otras ejecutadas en etapas anteriores. Pareciera haber puesto más atención en unas que en otras. El guante rojo, lito a ocho colores que es trasunto del Canto de amor, una de las más aclamadas composiciones suyas, entre las que posee el Museo de Arte Moderno, Nueva York, es perfecta y muy bien ideada. Lo más interesante es que hay ejemplares (pruebas de autor) que llevan anotaciones suyas, a mano: “meno forte la montagna”, o “piu scuri i portici” en la titulada Soledad del hombre político, o bien “Mettere giallo (amarillo) sul terreno”.

El número de las litografías supera con mucho al de los aguafuertes o aguafuertes con aguatinta. Entre éstos se encuentra la tercera versión de un musculoso Teseo empuñando el fragmento de un arco como si se tratara de la laja desprendida de un violín. Teseo está solo en la playa y a lo lejos se ve un tempietto encaramado sobre una pequeña colina.

De Chirico se burlaba de sí mismo (cosa estupenda), como lo ejemplifica la expresión socarrona de su autorretrato litografiado de 1972. Años antes lo fotografió Irving Penn coronado con unos laureles enormes que parecen entrarle por los oídos. La idea del encuadre fue suya. No participó, pero tampoco se avino del todo mal con la política de Il Duce.

El “pintor óptimo” acabó por establecerse definitivamente en Roma, en plena Piazza di Spagna, mirando hacia la Santa Trinidad de los Montes y acudiendo cada noche al café Greco, donde Juan Soriano departió con él en alguna ocasión. Al examinar la exposición resulta lógico que sus diseños de escenario para el Maggio Musicale Fiorentino y para la Opera de Roma hayan sido tan celebrados. De Chirico, vanguardia y antivanguardia a la vez.

 
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