Usted está aquí: domingo 19 de agosto de 2007 Capital Historia de las librerías de la ciudad de México

Angeles González Gamio

Historia de las librerías de la ciudad de México

Es el elocuente título del libro que publica la UNAM, de la maestra Juana Zahar Vergara, que recientemente vio la luz en su tercera edición, enriquecida con la incorporación de librerías establecidas durante el siglo XX, algunas ya desaparecidas, pero que dejaron huella, y otras en efervecente vigencia; como bien dice la autora: "todas importantes e imprescindibles, porque han sido, son y seguirán siendo focos de luz que iluminan la ciudad de México", y el espíritu de sus habitantes, añadiría yo.

La obra es fruto de una exhaustiva investigación que peinó archivos y bibliotecas e incluyó trabajo de campo, ya que entrevistó a muchos de los principales libreros de fines del siglo XX. El resultado es extraordinario. Se inicia con la llegada a la capital de la Nueva España de la imprenta de Juan Pablos, que va a establecerse en la llamada Casa de las Campanas, sobre cuya localización precisa hay una polémica.

Sea cual fuere el sitio, el hecho es que en 1539 se comenzaron a imprimir los primeros libros que se hicieron en el continente americano. Los volúmenes que iban a reproducirse y ejemplares para venta, llegaban a Veracruz, a San Juan de Ulúa, en donde los esperaban comerciantes que, en ese mismo sitio, los adquirían. Otros llegaban en las valijas de los viajeros y muchos venían en calidad de pedidos especiales; así, desde los primeros años de la conquista, se estableció el comercio de libros en la metrópoli.

La creciente importación generó la necesidad de establecer controles aduaneros, tanto para el pago de impuestos como para controlar el acceso de obras censuradas por la Santa Inquisición, pues eran temidas las "listas de libros prohibidos". Ya desde entonces hablan los cronistas de los trucos que se practicaban para contrabandear los opúsculos: en barriles, entre la ropa, entre los libros autorizados, con modificaciones en el título y autor. A lo largo del siglo XVI, las transacciones se daban fundamentalmente entre particulares, con las bibliotecas de los conventos, de los colegios y de miembros cultos de la Iglesia.

En el siglo XVII se comenzó a generalizar la venta al público, en tiendas y almacenes que los mezclan con otras mercancías; surge una que otra librería, principalmente en las casas impresoras. Unos y otros se localizaban en los alrededores de la Plaza Mayor. La maestra Zahar nos ubica varias que despiertan la imaginación, cuando se pasea por las viejas calles del Centro Histórico.

En el siglo XVIII toma auge la venta de libros, que se van a vender en lugares como el Mercado del Parián, que se encontraba justamente en medio de la Plaza Mayor. Populares eran las llamadas "tiendas" y las "imprentillas". Destaca en ese siglo la labor impresora de varias viudas, predominantemente la de Rodríguez Lupercio y la de Rivera Calderón.

El siglo XIX ve aparecer las librerías propiamente dichas, como sitios en donde solamente se expenden libros, aunque continúan funcionando los "caxones" y las "alacenas" que los venden con otras mercancías. Se comienzan a popularizar las tertulias en las librerías. Varios portales se tornan lugares predilectos para negocios libreros; eran famosos el del Aguila de Oro, situado en donde hoy esta la Casa Boker; el de Las Flores, el de los Mercaderes y el de los Agustinos, estos tres ubicados alrededor de la Plaza Mayor. Una tertulia de fama fue la que se celebraba en la librería de José María Andrade, que se encontraba en el portal de los Agustinos, en donde se reunían personalidades como Manuel Orozco y Berra, Lucas Alamán, Joaquín García Icazbalceta, José María Lafragua y Manuel Payno.

Muchas de estas costumbres permanecieron en el siglo XX. La maestra Zahar nos lleva por un recorrido interesantísimo por las librerías y los libreros más destacados que van surgiendo en la pasada centuria, sin olvidar las que venden libros viejos que continúan vigentes.

Al concluir el volumen tuvimos que acudir a una librería para darnos el placer de una nueva lectura; como estabamos por los rumbos de Polanco, fuimos al Péndulo de esa zona y aprovechamos para caminar a través del parque, a la calle de Alejandro Dumas 10, en donde se encuentra el restaurante Prego, que desde hace años ofrece buena comida italiana. Su cocina abierta permite ver cómo preparan los platillos; encanta observar cómo hacen las pizzas, que meten en un gran horno de leña, mientras se le hace agua la boca con el aroma. Su ossobuco al horno con spaguetti compite en sabrosura con el huachinango en costra de papas. Hay que dejar sitio para un disco de merengue con crema batida y frambuesas frescas de postre. Para sobrevivir la comelitona va a tener que acompañar el café con una copita de grappa, el digestivo italiano del que tienen una variedad de marcas.

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