Usted está aquí: viernes 17 de agosto de 2007 Opinión La encrucijada perredista

Editorial

La encrucijada perredista

El Partido de la Revolución Democrática (PRD) llega a su décimo congreso nacional extraordinario con lastres inocultables: el corporativismo que se ha desarrollado en sus filas en 18 años de vida, la consiguiente falta de disciplina, el extremado pragmatismo electoral de muchas de sus decisiones, los extravíos de sus grupos parlamentarios y el alejamiento de los movimientos sociales que buscan la transformación del país. En aras de ganar votos y procesos electorales, el PRD ha postulado candidatos impresentables, ha realizado alianzas con sus enemigos naturales y ha atropellado sus propios estatutos. Tales prácticas, lejos de redituarle sufragios, le han significado descrédito y desconfianza.

A lo largo de estos 18 años ha sido perceptible la cooptación de las estructuras partidistas por intereses clientelares corruptos y oportunistas que no ven al PRD como instrumento de transformación nacional sino como vía de acceso a cuotas de poder, a privilegios y a beneficios económicos. En contraparte, el partido ha retrocedido en su vinculación natural con los movimientos ciudadanos, las organizaciones sociales y los ámbitos progresistas académicos y artísticos.

La candidatura presidencial de Andrés Manuel López Obrador tuvo sobre el instituto político un efecto paradójico y contradictorio: lo impulsó al mejor nivel de votación de su historia y lo ubicó, en las elecciones de julio del año pasado, como la segunda fuerza política del país; pero el turbio desenlace de la elección, con la cuestionada proclamación oficial del triunfo de Felipe Calderón, colocó al PRD en una situación extremadamente difícil: por una parte, el sol azteca salió con la más numerosa representación parlamentaria de cuantas ha obtenido desde su fundación, pero por la otra se ha visto colocado, en tanto que fuerza legislativa y gobernante en varias entidades, ante la necesidad de insertarse en una institucionalidad ciertamente descompuesta y corruptora, y de articular sus posiciones en ella con los movimientos de resistencia cívica, particularmente con aquellos en los que se encauzó la exasperación generada por el desaseo electoral y por el linchamiento oligárquico de López Obrador.

Esa tarea -vincular los movimientos horizontales de oposición al régimen con las bancadas y las gubernaturas- será posible sólo en la medida en que el perredismo consiga recuperar el rumbo marcado por sus documentos constitutivos y por sus estatutos, contener la desenfrenada rebatiña entre corrientes y cacicazgos regionales y disciplinar a sus protagonistas.

El PRD se debe al pueblo de México, no a los intereses de camarillas y burocracias. Ese instituto político, cuya génesis, fundación e implantación ha costado muchas vidas, sacrificios y esfuerzos incuantificables de miles de ciudadanos honestos de varias generaciones, no fue concebido para encumbrar ni para enriquecer a nadie, sino para combatir las desigualdades lacerantes, corregir las injusticias estructurales, llevar al país a una democracia que hasta la fecha sigue siendo simulada, erradicar la corrupción como práctica regular de gobierno, restaurar la soberanía nacional, gravemente vulnerada por dos décadas de entreguismo neoliberal, y dar una patria real y efectiva a los millones de mexicanos que sólo la tienen en los discursos oficiales. Ojalá que los delegados al congreso que se desarrolla en estos días tengan en cuenta estas consideraciones.

 
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