Usted está aquí: sábado 11 de agosto de 2007 Opinión China o el exotismo

Edgardo Bermejo Mora*

China o el exotismo

Hay a quienes les parece fantástico que haya grupos humanos o naciones enteras que se conserven como museos, detenidos en el tiempo con la nitidez escenográfica de una tarjeta postal, y para quienes toda intrusión de lo nuevo en la pureza primigenia de su objeto observado es necesaria y negativamente una contaminación de la modernidad, y una derrota. Tzvetan Todorov sugirió el vocablo "exotismo" para explicar esta deformación por la cual un observador de un fenómeno específico sacrifica la descripción de una realidad a cambio de la formulación de un ideal. El ejemplo tradicional es el asunto indígena y la eterna discusión entre usos y costumbres versus teléfonos celulares y antenas de televisión; pero hablemos en este caso de China, la misteriosa y milenaria China, como la suelen llamar sus "exotistas".

China ha sido por décadas -y acaso siglos- capital del imaginario mundial de lo exótico y última frontera de los relatos. Hasta el día de hoy, y no obstante la disolución de las distancias y la redefinición de los espacios que trajo la era global, China seduce en su fascinante extravagancia, en su aparente hermetismo y en su salvaje otredad; y es común por tanto que el visitante sediento de aventura se lance a recorrerla menos con la inquietud de quien la desconoce que con la impaciencia de quien se apresta a confirmar una sospecha: van y vienen en búsqueda no de un territorio desconocido sino de su China, de un espacio preconcebido e imaginario, es decir, de un ideal exótico. Y es común por lo tanto que el émulo tardío de Marco Polo se quede con un palmo de narices a la hora de toparse con la desabrida, compleja, ambivalente e inabarcable realidad china.

Hay por lo menos tres postales exóticas que de manera recurrente y previsible se dibujan en la mente de muchos visitantes de esta parte ya no tan lejana del mundo; vienen, por cierto, con las valijas vacías para cargarlas de "mercaderías chinas" con la pasión antigua de quien compraba especias, sedas, té y porcelanas, y con la imaginación rebosante de versiones y conclusiones.

1. Digamos que los menos informados y más nostálgicos desean toparse apenas penetrar la ciudad con la China del palanquín y la gran muralla; esperan que a la vuelta de la esquina aparezcan los personajes de larga trenza y bigote fumanchú; quieren ver la China legendaria de los mandarines, las concubinas y los fumaderos de opio. Es el más turista de los visitantes y el que, pese a todo, sale mejor librado de su incursión porque precisamente para él se inventó el turismo de bisutería: capaz de regalarle a todo aquel que lo desee la felicidad vana de viajar a un pasado intocado e imposible. Conscientes de esta demanda y sus dividendos, las autoridades turísticas siembran a la ciudad y al país de pequeñas islas de "autenticidad" imperial perfectamente postizas, que contrastan con la destrucción sistemática del patrimonio histórico, como uno de los platos rotos del desarrollismo galopante.

2. No menos nostálgicos e igualmente prisioneros de su siglo, hay quienes buscan a la China épica y febril de las movilizaciones de masas, el libro rojo y el comunismo secular. Y lo curioso es que también para ellos empiezan a florecer verdaderos sets cinematográficos donde China reinventa los ropajes comunistas de antaño para solaz del viajero de la posguerra fría: hay más de un restaurante que ofrece junto con la cena espectáculos artísticos de la revolución cultural, mientras los mercados de "antigüedades" son en realidad cementerios de la vieja memorabilia maoísta, que luce ya inofensiva y superada.

3. Pero es también común encontrar a otro tipo de viajero que se adentra en China como quien se asoma a las fauces de un tigre: los que buscan a la China de Tienanmen y del Tibet; a la gran fábrica del mundo y sus legiones de obreros esclavizados; la "mala China" de la apertura capitalista y la cerrazón autoritaria, la del maltrato a los animales, la piratería colosal y la competencia desleal. Pero ocurre que quienes bajan del avión con la lanza en ristre y el dedo acusador por enfrente, tarde o temprano se topan con otra realidad incontestable y no por ello menos compleja: la evidencia, por ejemplo, de que "el ogro autoritario" es el país que más pobres le ha restado a las estadísticas globales de la miseria; que los niveles de seguridad en este país son formas de la utopía en el horizonte de la violencia latinoamericana; que el tema de la autoridad, la gobernabilidad y la capacidad de tomar decisiones ensombrece al más audaz y ejecutivo de los gobiernos occidentales; que la valoración que hacen los chinos de sí mismos y de su gobierno -y que ha logrado medirse en las encuestas mundiales de valores- ha sorprendido a más de uno, al comprobar niveles de satisfacción muy por encima de lo sospechado.

De este último caso se deriva además un fenómeno aún más retorcido y pintoresco que -siguiendo a Todorov- podríamos llamar el síndrome del exotismo paranoico, uno que explica la capacidad para que el sujeto observante mire a la realidad no con anteojos de la curiosidad inteligente, sino a través del espejo de sus propias y más caras obsesiones.

Me explico. Hace algún tiempo el gobierno chino en una provincia del sureste invitó a un grupo de diplomáticos y expertos extranjeros a realizar un recorrido por su capital. En la comitiva asistía un grupo de jóvenes europeas recién desempacadas en China y con antecedentes de participación en organizaciones no gubernamentales de corte conservacionista y ambientalista. Las chicas sabían de los alcances de China en el tema del maltrato a los animales y venían mas que predispuestas a documentar su convicción. Sin embargo, creían equivocadamente que en China se come carne de perro como cosa común y de todos los días, que en un descuido cualquier mascota de vecino resulta un platillo de mesa y, lo que es peor, que ello tendría que ocurrir necesariamente con altas dosis de crueldad. Por lo tanto, cuando el grupo de marras bajó del autobús a tomar un refrigerio cerca de un mercado tradicional, las chicas se apelotaron alrededor de la pequeña ventana de una construcción astrosa, por la que se asomaban con gesto de sorpresa e indignación. Rápidamente llamaron al intérprete chino que las acompañaba y entre gritos en francés e italiano le increparon sobre el horror de haber descubierto un matadero de perros. "¡Mierda, los van a matar!", gritaban aterradas. Una de ellas comenzó a llorar, la otra arqueó el cuerpo en señal de vómito. Poco después descubrieron -no sin ruborizarse- que aquel "hallazgo macabro" no era otra cosa que la trastienda de una tienda de mascotas, y que los pastores alemanes y perros labradores que vieron enjaulados simplemente aguardaban a ser comprados por sus futuros amos, como en cualquier otra parte del mundo en la que se comercia con animales domésticos, una práctica, por demás, común en algún distrito de París, pero inconcebible y sospechosa en la capital del exotismo y la "barbarie oriental".

* Escritor, historiador y periodista mexicano

 
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