Usted está aquí: jueves 2 de agosto de 2007 Política El ciudadano ausente

Adolfo Sánchez Rebolledo

El ciudadano ausente

Se habla en nombre del ciudadano y allí donde antes se pronunciaba con veneración la palabra "pueblo" ahora se escribe ciudadanía, como si la sola evocación del término nos transportara, más allá de los métodos y vicios del quehacer público, a una forma superior de convivencia democrática, al reino del individuo liberado, por fin, de todo lazo comunitario. Y con ello se cree decir algo importante. El discurso se llena de frases rimbombantes sobre el "estado de derecho", la libertad y otras semejantes, aunque luego algunos de los que las pronuncian sean incapaces de resistir el aleteo de la corrupción, la domesticación ejercida por el poder o las simples inercias impuestas por la costumbre. Dicho de otro modo: la realidad se filtra a través de las fantasías ideológicas más o menos democráticas.

Claro que si comparamos el país actual con el de hace una o dos décadas, los cambios son inmensos, aunque no siempre tan positivos como algunos predican. Gracias al pluralismo la diversidad real se expresa más profundamente: en general, la sociedad es menos autoritaria, más libre y, en general, más tolerante que ayer, aunque persisten formas antiguas de discriminación y clasismo atadas a la desigualdad cuya inamovible persistencia nos impide progresar. La presencia popular se deja sentir como esperanza o amenaza, pero no es invisible, así lo pretendan los nuevos mandantes. Y ése sí es un cambio, cuyas consecuencias apenas se comienzan a sentir.

La competencia política es abierta y desinhibida, pero la opinión que vale aún proviene de las elites, ubicadas por encima de las mayorías, pues, por desgracia, no disponemos de verdaderos mecanismos de participación para compartir el peso de las grandes decisiones. El ciudadano sigue ausente. La falta de credibilidad mina el funcionamiento del Congreso, los jueces, la administración y son vanos los esfuerzos por modernizarlos sin una transformación a fondo del Estado y la sociedad, sin una recuperación de la iniciativa pública frente a la afirmación absoluta de los valores privados a los que en estos días se les rinde culto.

En la carrera por democratizar las instituciones políticas hemos olvidado, acaso sin pensarlo, quiénes eran los sujetos de dicha transformación y cuáles los objetivos de un cambio semejante. Los mínimos se convirtieron en máximos. La apertura electoral al pluralismo fortaleció a los partidos, cuya existencia es indispensable en toda democracia representativa, pero no corrió la misma suerte el entramado cívico que debería nutrirla, es decir, el puente que necesitamos para hacer creíbles y sustentables las instituciones. Los sindicatos quedaron al margen, al igual que otros organismos sociales urbanos y rurales; los medios de masas tampoco se democratizaron ni el modelo de comunicación se desvinculó de la búsqueda del lucro, si bien atrajo al negocio la veta política financiada con recursos públicos. Y ya no digamos la escuela básica, cuya pérdida de prestigio sólo equivale a la caída de su eficacia formativa y al poderío de los caciques que la mal gobiernan, como si se pudiera concebir un Estado democrático sin el escalón educativo, sin llenar de contenidos axiales, esos espacios vitales para la construcción de ciudadanía.

Como bien señala Mauricio Merino, los intereses privados colonizaron los espacios públicos y los pusieron a su servicio, cuando la democracia tendría como tarea extenderlos, preservarlos y darles nueva vida. Mas la mentalidad privatizadora no se conforma con apoderarse del patrimonio público o las riquezas naturales. Quiere vencer en las conciencias doblegando al Estado a sus objetivos y transformar a la ciudadanía en una criatura suya.

El ciudadano real se evapora en el "promedio" que resulta funcional para los fines del gobierno "mercadotécnico" cuya voz ha quedado atrapada por el lexicón publicitario. "Todo lo que me sirve es racional, sólo es real aquello que me sirve", parecen decir, en abusiva parodia, grupos y grupillos de poder. Los debates anunciados como esencia del juego democrático se han quedado en intercambio de frases derogatorias, en zancadillas verbales que hacen imposible no ya el acuerdo, sino el diálogo, que es imprescindible. No sorprende que ronde en algunas cabezas el fantasma de la ruptura violenta o la inaudita pretensión de remontar la historia, como quiere la derecha más intransigente o, al menos, la vuelta a una imposible "unidad nacional" que en nuestras condiciones significa la extinción del otro. Aún no sabemos equilibrar la legitimidad del conflicto inherente al juego democrático con la edificación de un espacio común, compartido (remember julio de 2006) y en ese borde debemos caminar juntos aun sin proponérnoslo.

En lugar de concebir la democracia como un nuevo sistema político, se hace una caricatura en la cual el consenso popular se gana con la confrontación mediática, como si la competencia por el poder (o por mantenerlo) fuera equiparable a un espectáculo taurino, donde el aplauso o el abucheo instantáneo deciden la suerte de los protagonistas.

Tanto provincianismo, dicho con todo respeto, se refleja en la titubeante comunicación del gobierno o en el oportunismo de las oposiciones, en la conversión de temas secundarios en grandes "debates", en la absoluta falta de transparencia para decir a la ciudadanía la verdad en casos tan aberrantes como el del dinero capturado en Las Lomas, mientras el país sufre por la tendencia decreciente de los precios del petróleo, acompañado del portazo migratorio simbolizado por el muro en la frontera, la llegada de miles de jóvenes a un mercado laboral desbordado cuya ampliación no está a la vista; en fin, la persistencia de una política económica sin aliento, mediocre y sin capacidad de propiciar una fase de crecimiento real. Más vale no equivocarse en cuanto a la magnitud del desafío: o se dan pasos hacia la solución de los problemas reales de la desigualdad, la corrupción y los servicios sociales de salud y seguridad o al cabo de un tiempo habrá quien piense que la democracia no era tan importante.

 
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