Usted está aquí: jueves 2 de agosto de 2007 Opinión Bellas durmientes

Margo Glantz

Bellas durmientes

El misterio atrae al erotismo: la casa donde duermen las bellas durmientes, en la novela de Kawabata, es silenciosa y secreta, conviene a quienes lo frecuentan, hombres viejos cuya virilidad ha declinado, su identidad masculina depende de una sexualidad activa. La vejez presupone, si aceptamos la visión de Kawabata, una existencia entre paréntesis: quienes llegan a viejos han alcanzado un estado de reposo corporal, sin perder el deseo.

El deseo los mantiene vivos, pero les produce un gran dolor y una enorme vergüenza. Eguchi, el protagonista, advierte que las jóvenes que prestan sus servicios son vírgenes y, como sus partenaires, deben estar en completo reposo, el placer físico literal se ha abolido: los viejos no pueden hacer el amor y aunque pudieran hacerlo lo tienen prohibido dentro del establecimiento. Su placer es bíblico, reposan al lado de una jovencita desnuda a quien se le ha administrado un poderoso narcótico: la sume en un sueño parecido a la muerte.

La relación entre un viejo que ya no es un hombre y una joven drogada previamente impide establecer cualquier ''contacto humano''.

''Después de haber entrado a la casa, resintió algo por lo menos extraño (...) La horrible decrepitud de los lamentables viejos que frecuentaban la casa amenazaba con alcanzarlo tambien a él dentro de muy pocos años.''

En resumen lo antierótico: la impotencia, la inmovilidad, ¿la feminización?, es más, la condición marginal definitiva, pues sin virilidad, ¿lo humano? se cancela. ¿No se burlaba de ello Bataille en su texto sobre el dedo gordo del pie, convirtiéndolo en el símbolo mismo de la erección? ''Eguchi no tenía, a su edad -explica Kawabata- el menor deseo de tener una experiencia desagradable con una mujer. Había llegado a la mansión y estos eran los pensamientos que le asaltaban en ese momento crítico: ¿No había venido a ese lugar a buscar el absoluto en medio del horror de la vejez? (...) El amigo que le había proporcionado la dirección era un hombre de ese tipo, un viejo que había dejado de ser hombre".

Una rígida codificación sexual estatutaria: el cuerpo masculino pasivo parece un contrasentido, se mira con horror, la pasividad sexual en un hombre es políticamente incorrecta, vergonzosa y debe mantenerse secreta. La potencia viril en cambio se exhibe, forma parte de un rito colectivo y funciona dentro de grupos de poder siempre masculinos: históricamente, los samurai, ahora, los gángsters, por ejemplo los de las películas de Takeshi. Más inquietantes aún son los tatuajes llamados irezumi, sofisticado arte popular japonés; cubre enteramente los cuerpos, sobre todo el de los hombres, cuyo promedio de vida es menor al normal: el cuerpo tatuado respira con dificultad y la pintura utilizada puede muchas veces contener veneno: el tatuaje dura lo que la virilidad, es una escritura corporal, la glorificación de la carne como un medio para alcanzar la espiritualidad.

Pero, sobre todo, una exaltación de la fuerza física, la erección fascinante, el dominio de lo fálico, la superioridad guerrera, el triunfo de la genitalidad masculina.

¿Por qué sería entonces La casa de las bellas durmientes una novela erótica? Los clientes duermen y sueñan, recuerdan su juventud, se acercan a la muerte; definitivamente, no son activos:

''Eguchi cerró la puerta con llave y, separando un poco la cortina, miró a la joven dormida. No era un sueño fingido, se podía oír la respiración clásica de quien duerme profundamente. La belleza de la joven lo dejó sin aliento. Pero no sólo su belleza era imprevista, también su juventud. Estaba frente a él, extendida del lado izquierdo y solamente se veía el rostro descubierto; su cuerpo era invisible, tendría a lo sumo apenas 20 años. Eguchi sintió como si un corazón nuevo desplegara sus alas dentro de su pecho."

Es evidente, la virilidad de Eguchi renace, y por ello intenta penetrar el cuerpo sin resistencia en su total pasividad; el hombre muy experimentado en lances sexuales y aún potente se detiene ante la obvia virginidad de la joven. El deseo ha resurgido, pero ''el otro'', en este caso, la muchacha dormida, no puede responder a ese deseo. Enfrentado a la angustia de tener a su lado un cuerpo femenino anónimo, intercambiable, Eguchi comprueba en carne propia que el placer puro, en bruto, instintivo, va ligado a un concepto de virilidad, siempre sujeto en lo social, diría Freud, al complejo de castración, en este caso ampliamente confirmado por la reciente experiencia.

 
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