Usted está aquí: lunes 30 de julio de 2007 Opinión El león de la vida

Hermann Bellinghausen

El león de la vida

En el centro del insomnio: "El pájaro de mi corazón empezó a revolotear de nuevo, el loro de mi alma ha vuelto a mascar azúcar. Mi camello ebrio y loco arranca de sí las cadenas de la razón. Un trago de ese imprudente vino flota sobre los ojos de mi cabeza. El león de la mirada, a pesar del perro de la Fraternidad de la Cueva, otra vez bebe mi sangre".

Freitas junta los puños con un espacio vacío entre ellos y recobra la sensación empática que da explorar el corazón de sus pacientes. Quien haya sostenido alguna vez entre sus manos un pájaro vivo sabe qué se siente entre las manos el corazón de alguien.

Buscando las arritmias, los soplos, las fibrilaciones, los desfallecimientos, siempre con la esperanza de encontrar la víscera en carril, sana, a dos tiempos, precisa como un tímpano. Para un médico tan en la chancla como Freitas, los nacimientos y las muertes son continuos como la vida. Y es por eso que ni los desencantos ni los cansancios ni nada le desaniman su amor promordial a la vida, el definitivo respeto a lo que ella significa.

De joven hizo como que endurecía el corazón. Al cabo de atender centenares de partos de mujeres pobres quedó convencido de que parir y cagar eran lo mismo. El muy imbécil. No es sencillo manejar en el entendimiento la intensidad de lo que ocurre en las guardias de urgencias, en los callejones de la periferia, en las cabañas de estos cerros que rodean la mediana ciudad interminable donde vino a poner sus huesos.

Las primeras ocasiones que "salvó" una vida, que pudo sentir entre los dedos el retorno del latido de un pecho en derrumbe, puesto el moribundo sobre el piso y a darle con todo el peso del brazo empujándole el aliento boca a boca. Esas primeras intervenciones lo llenaron de vanidad y arrogancia. Qué héroe. La vida. La muerte. Qué fácil. Qué fatuo. Las pocas veces que se recuerda así le da vergüenza.

Después sencillamente quedó atrapado en una corriente caudalosa que lo ha llevado de una cosa a otra. Conforme descubrió la dimensión del dolor y sus verdaderas causas, desarrolló una intolerancia casi estomacal a los burócratas de la salud, en particular los colegas con un pie en la práctica comercial, en posesión del mágico secreto para sanar, ayudar a parir, hacer más eufemística la muerte, jugar a Dios. La autosuficencia, la naturalidad con que se desplazan en el hábitat del prestigio y el poder.

Su corazón pasó de duro a crudo, y aunque como rutina parezca imposible, así se le quedó. Cuando hoy tiene la fortuna, y la tiene también alguna parturienta, recibe niños con la misma vieja mezcla de dudas encontradas: ¿para qué? ¿por qué no? En estas sierras, que una mujer obtenga atención médica aún es casi un milagro, lo cual no habla muy bien de los milagros. Pero sus destrezas no han hecho mecánico pinzar y cortar el hilo umbilical, limpiar a la criatura de sangre, meconio o mierda, acomodarle a la mamá sus partes con la mayor delicadeza posible (que cuántas veces es poca) y decir algo amable y quizás educativo a la madre, la hermana, la hija, la comadrona presentes. Y si el hombre está a la mano, cosa infrecuente, al salir también le receta una pieza de buen consejo, a ver si pega.

El león de la mirada. Ver luego revolotear a esos niños que conoció como animalitos mojados le provoca un veloz vuelco en alguna cámara arrinconada en lo más adentro de su insondable corazón. Y que tanto se rebela y explota cuando ve a ese niño sufrir, y lo que es peor, morirse por insuficiente atención. Juró que no sería pediatra, no soportaría el dolor infantil. Y la vida, sin pedirle su opinión, lo hizo médico general. Eso, "general". Y ahí te quería ver, entre los pobres y los perdidos.

El "pájaro del corazón" (como dijera para siempre Rumi el derviche) vuelve a comenzar para que el león de la mirada beba su sangre y le chupe el aliento otra vez.

 
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