Usted está aquí: domingo 22 de julio de 2007 Sociedad y Justicia Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

El hechizado

Las calles formaban un desordenado tejido que se extendía desde las lomas hasta las barrancas convertidas en basurero. Todas las casas tenían fachadas de cemento. Vista desde cualquier ángulo, la colonia era un laberinto gris que justificaba su nombre: La Mancha.

En medio de la única avenida asfaltada sobresalía una casa inmensa con las paredes rojas. El color resultaba menos llamativo que su diseño: por el frente sólo tenía una puerta estrecha y en los dos pisos cuatro ventanas altas que eran apenas respiraderos.

La casa que llegamos a ocupar estaba en la calle Doce, paralela a la avenida. Desde allí podíamos ver la parte trasera de la casa roja. Nos sorprendió la abundancia de ventanas. Protegidas por una densa herrería en forma de hojas y flores, daban a un prado hirsuto con un árbol de capulín en el centro. Por el hecho de que las frutas cayeran sin que nadie las levantara, mi madre sacó una conclusión: "Se ve que allí no hay niños. De otro modo saldrían a recoger los capulines para comérselos". Adivinó mis pensamiento: "Ni se te vaya a ocurrir meterte en ese lugar". En ese momento mi padre reparó en otro detalle extraño: el terreno no estaba bardeado. Lo protegía sólo una malla metálica como de dos metros de altura: "Cualquier ladroncillo podría saltársela o hacer un agujero para meterse a robar".

Luego él también me ordenó mantenerme lejos de aquella casa. Las advertencias acrecentaron mi curiosidad y mi apetito por los capulines, que al desprenderse de la rama formaban en derredor del tronco una sombra oscura: otra más en medio de La Mancha.

II

En la colonia los vecinos les habían puesto nombres a los cerros. Mi escuela quedaba en el de San Pascual. El primer día que asistí a clases pasé frente a la casa roja en el momento en que sus dueños colocaban bultos de ropa en una camionetita destartalada. Por esa coincidencia me enteré de sus hombres: Herminio y Leonor.

Respondieron a mi saludo sin mirarme, como para evitar cualquier intento de conversación. Al volver de la escuela me detuve en la única papelería del rumbo: La Goma. Estaba en la acera de enfrente y casi a la misma altura de la casa roja. Aproveché para verla. La dueña del negocio me dijo entre dientes y sin levantar la cabeza: "Nunca mires hacia allá". Siguió contando los mapas que le había pedido, y cuando le pagué me reiteró el consejo en un tono aún más misterioso: "Acuérdate de lo que te dije".

La semana se nos pasó muy rápido, pero el primer domingo en la colonia fue muy triste. Amaneció lloviendo y las fachadas grises se oscurecieron. En cuanto pasara la lluvia iríamos a la iglesia y a conocer el rumbo. Teníamos la esperanza de encontrar un parque, algo que fuera un oasis en el desierto que es La Mancha.

Mientras podíamos salir, ayudé a mi madre a lavar los platos del desayuno. Desde la ventana de nuestra cocina vimos en el jardín de la casa roja tendederos repletos. A la distancia y bajo la lluvia las prendas semejaban cuerpos de ahorcados meciéndose en el vacío.

La escena despertó la suspicacia de mi madre: "Si como dicen allí viven nada más dos personas, ¿para qué necesitan tanta ropa?" Mi padre se acercó a mirar y dio su veredicto: "Será de la que venden ¿O qué piensas tú?" "Que allí vive alguien más". "Llevamos una semana aquí. Si hubiera otra persona ya la habríamos visto... a no ser que quieran ocultarla". Estas palabras de mi padre me recordaron la advertencia hecha por la propietaria de La Goma, pero no dije nada.

III

Al volver de la escuela yo tenía que pasar frente a La Goma. Su dueña, doña Lucha, era todo un personaje. Además de dedicarse al comercio, servía de "acompañante": iba a los velorios para inculcarles resignación y valor a los deudos. Gracias a que siempre lograba serenarlos, se le atribuían poderes sobrenaturales.

Cuando lo supimos dejé de tomar a la ligera su advertencia: "Nunca veas para allá", pero no pude reprimir mi curiosidad por la casa roja. Una tarde me detuve en la papelería y pedí un juego de escuadras. Mientras Lucha me atendía, le pregunté por qué era malo mirar la casa roja.

Por la rapidez con que me respondió, imaginé que había estado esperando mi pregunta: "Allí vive un hechizado. Su mirada tiene filo, sus babas veneno, su sombra concentra toda la oscuridad". Me horrorizó pensar que alguien así estuviera a tan corta distancia, quizá observándonos por alguna de las altas ventanas.

Sentí deseos de huir, pero pudo más mi curiosidad: "¿Usted ha visto al hechizado?" "Una vez. Cuando Leonor y Herminio llegaron a vivir aquí ya traían a su niño. Me extrañó que nunca lo sacaran a pasear. Una noche, ya bien tarde, vino Herminio a buscarme para que fuera a consolar a Leonor: su hijo estaba como muerto y ella loca de desesperación".

Lucha se cubrió los ojos: "En el cuarto había poca luz. Me acerqué a la cama. El niño estaba muy envuelto y apenas pude verle la cara. La tenía amoratada y con los ojos en blanco. Me incliné para tocarlo con mi escapulario, cuando de repente soltó un grito y se agitó como si quisiera zafarse de las cobijas. Le aconsejé a Leonor que lo descubriera, pero se negó: su hijo había nacido hechizado y nadie debía verlo desnudo. No hice caso y destapé al niño. Ay, mejor no lo hubiera hecho... Y ya no me preguntes más porque no quiero seguir recordando".

IV

De aquella noche habían transcurrido 35 años. En todo ese tiempo el hombre, al que llamaré para siempre el Hechizado, jamás tuvo contacto sino con sus padres y su único mundo fue aquella casa roja de la que sólo salió para ser llevado al cementerio.

Una semana después del entierro, Herminio y Leonor pusieron en venta su casa y se fueron. Nosotros también abandonamos pronto La Mancha: a mi madre le deprimía el ambiente y a mí me horrorizaba el jardín de la casa roja con su árbol de capulín al centro. Sus frutos derramándose inútilmente sobre el pasto me hacían imaginar al Hechizado mirando la grisura de La Mancha desde las ventanas enrejadas.

Con frecuencia pienso en aquel hombre. Aunque jamás he podido imaginarlo, tengo muchas dudas acerca de él. ¿Cómo habrá soportado su espantoso aislamiento? ¿Qué enfermedad habrá padecido? ¿Tuvo un nombre? Me pregunto también si alguna vez recibió una caricia.

No tengo respuestas ni las tendré jamás.

 
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