Usted está aquí: domingo 22 de julio de 2007 Política Xenofobia y racismo

Arnaldo Córdova

Xenofobia y racismo

Paris serà toujours Paris, la plus belle ville du monde, rezaba una vieja canción francesa de los años treinta. Sí, París será siempre París, la ciudad más bella del mundo. La primera vez que vine a París, en diciembre de 1961, aquí sólo había franceses y una multitud de turistas extranjeros, no obstante que era pleno invierno. No vi negros ni árabes. Cuando, después de varias visitas, ya en los años 70, comencé a ver un montón de argelinos y negros barriendo las calles, limpiando cloacas y cargando pesados bultos en los negocios y en las estaciones, me pregunté qué estaba pasando. Ya en los 80 la presencia de africanos y vietnamitas era multitudinaria y en los recientes años, dependiendo de los barrios de las ciudades en las que he estado, me doy cuenta de que son incluso mayoría frente a los franceses de piel blanca.

En realidad, jamás he necesitado mayores explicaciones: el capital necesita mano de obra y, si es barata, mejor, y la toma de donde la hay. En los 60 vi una enorme cantidad de italianos, españoles, yugoslavos y otros trabajando aquí. Luego dejaron de venir y comenzaron a llegar los africanos. Los franceses creyeron que sólo los utilizarían y, luego, luego ya se vería. Pues ahora se ve. Dependiendo de las cifras que se manejan, se puede decir que, hoy, un buen 20 por ciento de la población francesa, la mayor parte de ella nacida aquí, es de origen africano (magrebí o subsahariana). En la municipalidad en la que vive mi hija con su esposo francés, Montreuil, creo que más de la mitad de sus habitantes son magrebíes o malianos (de Malí). Y, ahí por lo menos, viven muy bien y los vecinos de los míos son muy gentiles, solidarios y, podría decirse, buenos franceses.

Mi hija vive en Francia desde hace unos siete años. Ella y mi yerno siempre me informan de la materia, porque saben que me interesa. Muchas veces he ido con ellos y, a veces, sin ellos, a las barriadas pobladas por africanos. Y no sólo en París. Mi yerno es del sur de Francia, de Grenoble, y tiene una vasta parentela por todo el sur, incluida Lyon, ciudad en la que vi una enorme población africana. Pues por todos lados pude observar los enormes contrastes que ha creado la presencia de esta gente en el país. Desde luego que ya resulta impactante ver a tantas personas de color en medio de una población mayoritariamente blanca. Pero es que entre la misma gente de color se notan contrastes abrumadores. Muchos son de cuello blanco y corbata y pueden ser hasta ejecutivos de empresa. Pero en el Metro uno nota que la mayoría constituye una población abiertamente discriminada.

Por supuesto que en este país hay muchísima gente nacida aquí que proviene de otras nacionalidades. Uno puede intuirlo por los apellidos: italianos (muchísimos), eslavos, alemanes (sin contar a la población germánica de Alsacia y Lorena), griegos y judíos (el actual presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, por ejemplo). Pero con los blancos es otro asunto.

El problema hoy son los africanos, magrebíes o magrebinos, como se prefiera (que no todos son árabes) y negros del sur del Sáhara. Ellos son el problema. Me gusta platicar con la gente a dondequiera que voy y esta vez he recogido testimonios escalofriantes: los franceses, me he convencido, odian a los africanos. Desde que vive aquí mi hija tengo la oportunidad de venir dos o tres veces al año y cada vez encuentro las cosas mucho peor de lo que las vi la ocasión anterior.

Antes los franceses simplemente despreciaban a los extranjeros, porque los consideraban "inferiores" o "vulgares", sobre todo si se trataba de británicos o gringos. Ahora, hasta mis amigos se preguntan frente a mí, "¿por qué demonios no se quedan en sus casas?" Claro que luego me tienen que explicar que no se refieren a mí. Para ellos la verdadera plaga son los africanos. ¿Por qué no se quedaron en Africa? Por razones muy simples: los europeos colonialistas, entre los que destacaron los franceses, depredaron Africa hasta convertirla en un erial, luego se vieron forzados a dejarla independiente, no sin antes hacer fuego, como los franceses en Argelia; luego, necesitados de mano de obra barata, los trajeron sin medir las consecuencias; después se encontraron con que millones de sus hijos ya eran franceses por nacimiento y es ahora que no los quieren y desean devolverlos a Africa.

Mi amada Francia muchas veces me revuelve el estómago. Siempre he adorado la elegante discreción de los franceses (que en los ingleses, entre los que viví un año, es pura fatuidad). Ahora, conviviendo con ellos en los cafés y los restaurantes o en las plazas, me encuentro que siempre se refieren en un momento dado a los indeseables, los magrebinos y los negros africanos que quisieran fuera de su país. "¿Por qué tenemos que soportar esto?", es una pregunta constante. "¿Por qué no se regresan a sus desiertos y a sus junglas?" Eso me alarma. Nunca como antes me sentí tan extraño en esta tierra. No sé por qué ahora siempre tengo que aclararle a la gente que yo no soy africano ni asiático. Eso, lo confieso, me da una vergüenza deprimente. Ni yo ni Africa ni Francia nos merecemos eso.

Si alguien quiere preguntarse por qué la derecha está ganando todas las elecciones de modo tan abrumador, ahí tiene una respuesta. Con Sarkozy los franceses creen haber encontrado a un tipo rudo que sabe en dónde radica el verdadero problema de Francia, lo que ha provocado su retraso en el desarrollo económico y el hecho de que ahora comience a ser una pobre quinta potencia mundial, cuando llegó a ser la cuarta indiscutible. El problema son los africanos y sus hijos nacidos en Francia que se llevan una buena feta de la riqueza del país, por los derechos que a sus padres y a ellos el malhadado Estado de bienestar ha tenido que otorgarles.

Me llevo de Francia, ya de regreso a casa, después de casi un mes de ausencia, el amor de mi hija, de mi gentil yerno y de mis adorados nietecitos, nacidos franceses. Espero que a ellos no los alcance el furor de la xenofobia y del racismo que hoy ha enfermado tan profundamente al pueblo francés. ¡Qué pena!

 
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