Usted está aquí: martes 17 de julio de 2007 Cultura Frida: testimonio de Sergio Fernández

Teresa del Conde

Frida: testimonio de Sergio Fernández

Quien conoce a Sergio Fernández y está al tanto de su obra, sabrá de su delicioso libro Todo para los dioses, publicado en Sello Bermejo (Dirección General de Publicaciones Conaculta , 2005), que versa sobre el mito del andrógino. Lo que el lector tiene a la vista es un testimonio en vivo sobre la pintora, que no se incluyó en la publicación mencionada y que a solicitud mía Fernández escribió, autorizando a que se publicara en mi espacio, cosa que hago con gusto porque a excepción de Raquel Tibol, Carlos Fuentes, el propio Sergio, Leonora Carrington, Fanny Rabel junto con los otros fridos, y probablemente Sergio Pitol, ya no deambulan por estos lares muchas personas más que se hayan encontrado con ella personalmente:

“Friduchín, Caramelo y Pita Amor fuimos a Bellas Artes, aún caía la tarde, esplendorosa como lo fue el anochecer. Lo que comento tuvo lugar cuando la pintora era ya archifamosa y estaba vestida a la usanza que para sí se inventó –half & half, entre lo oaxaqueño y lo tehuana y un toque personal inconfundible–. Para Pita no era Frida sino Friduchín; yo no era Sergio, sino su Caramelo. Ibamos los tres tan campantes aunque a mí se me ponía la carne de gallina con la tal compañía: dos locas de atar. Entramos sin reservación. Cantaba Carmen si no mal recuerdo, Giulietta Simionato. Pero como todos le tenían terror a Pita, en seguida nos hicieron pasar a un palco, alto y muy junto al escenario, de modo que todo se veía en esguince, pero como el caso era oír –la ópera siempre me ha parecido un espectáculo magnífico pero jorobado– en lo particular no me importó. Frida risueña y agotada, haciendo esfuerzos con alma y corazón para atravesar la explanada de Bellas Artes; agobiada y sencilla para aparentar que en su vida todo era normal. Ignoro si los grandes artistas son todos desgraciados o si ese renglón se debe más bien a una opinión romántica. ¿Tú qué crees? En realidad llevaba una máscara, idéntica a la de uno de sus cuadros ahora expuestos, pero fea, desgreñada y no del todo bien colocada en la cabeza. Era una máscara tipo guerrerense, que tienen siempre algo siniestro, tal como es la cuna de donde nacieron, llena de asesinatos, venganzas y una lujuria derretida en el llano, en las laderas con el mar, en las bahías más hermosas del mundo.

“Ya había comenzado el espectáculo, por lo cual fuimos con pasitos de gato hasta que el ujier nos abrió la puerta y nos acomodamos; yo en medio, ay de mí, sin poder escaparme aunque lo hubiera pretendido por si pasaba algo, lo inesperado con aquellas mujeres tan especiales, únicas, como lo fueron todas las de entonces, ya Lupe Marín, o la Garro, o María Félix, o Lola Olmedo, o qué sé yo quién más. O las muchas amantes de Diego, a las que Frida odiaba. Pita rebosante de infantil entusiasmo. Como la ópera, jorobada y magnífica, pensando en aquellos versos que nunca supe, por la cercanía, si eran buenos o malos, aunque siempre se dijera a sí misma, a Villaurrutia y cuando más a los Machado. Pero cuando salía en televisión se armaba el jaleo y hasta llegaron a darle choques eléctricos después de su tremebunda aparición.

“De pronto ambas, como puestas de acuerdo con antelación, empezaron a aplaudir a medio acto, sin venir al caso. La gente nos miró impaciente y frenética mientras la cantante, acaso simulando indiferencia, siguió en su empeño, moviendo el abanico o levantándose las faldas a la manera española… teñida de cánticos franceses que volvían el asunto insoportablemente inverosímil. Pero así es Carmen, un engendro entre dos fronteras que se odian: España a la saga de Francia, en una rendida admiración por el mundo moderno; Francia babeando ante el genio español, como lo hicieron tantos otros músicos: Ravel, Lalo, Saint-Säens. Acaso hasta el propio César Franck.

“mablemente nos sacaron del palco. Pita haciéndose la chistosa, dizque tosiendo sobria y puritanamente, con el pañuelito en la boca. Frida con ganas de llegar a descansar y no vernos jamás, máscara de por medio, con sus muchos cuadros no sé si arrumbados, pero que jamás nadie conocimos. ¡Y ahora con puñados de libros esparcidos por el mundo entero, en varios idiomas como debe ser! ¿Qué diría ahora de su triunfo? Ella, que no sé si está en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Debería haberla de mujeres, con la Fábregas, la Montoya y otras ilustres. Porque en realidad siempre fue un hombrecito, lo que le vale una profundidad a sus cuadros de feria o circenses, da igual, pues ella misma era de escaparate, sin que ose yo minimizarla. Pero el andrógino fue su tema, que abarcaba con trabajos, la panzota de Diego. No recuerdo qué pasó después. Seguramente me fui a casa; ellas se siguieron a Coyoacán pues Pita era incansable y por supuesto ingobernable. Pero como me asediaba, me suplicó algún tiempo después que la acompañara a ver a Friduchín, a Coyoacán. La encontramos recostada, con todos sus títeres de cartón colgando del dosel de su cama, tal como cualquiera de sus admiradores, hoy en día, la imaginan al pensar en ella. Muy sola (sus grandes ojos hechos a una con las cejas) ro-deada de sus perros pelones y los grandes Judas de Rivera haciéndole la guardia. En eso llegó la Félix, sólo un momentito para acariciar a la enferma, decirle melodiosas mentiras y huir porque ¡Tengo tanto qué hacer! Se dijo que la pareja estuvo enamorada de ella y acaso en uno de sus cuadros –en los que se lee el nombre de María– se evoque a la gran diva, de ojos enormes y déspota gesto de varón, pues de la Virgen nada, como es natural. Pero nada se sabe y la historia se teje a base de mentiras. Es ‘la treta que le jugamos a los muertos’, dijo Voltaire alguna vez, allá en aquel sangriento París que degolló a todos sus nobles.

“Nos quedamos un rato más, Pita y Frida riéndose de algún chiste. ¿Tienes toronjas?… Sí, pero están tan secas como las chingadas chiches de mi nodriza. Así las cosas nos retiramos. Poco después Frida murió. Y ambas, cada quien a su modo, son famosas ahora que las mujeres toman el timón de la cultura en Occidente. Se murmura que los varones estamos a pique. Cabe preguntarles a todas ellas, de aquí a cien años, cómo va su barco en alta mar.”

 
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