Usted está aquí: domingo 15 de julio de 2007 Opinión Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

En el jardín desierto

Al escuchar la escoba del barrendero Brígida se incorpora. Dispuesta a levantarse, aparta las sábanas, pero enseguida vuelve a caer sobre la almohada. "¡Qué tonta! Ayer terminaron las clases". Gira hacia la pared y da la espalda a la luz que se filtra por la ventana. Cierra los ojos, pero no logra reconciliar el sueño. Otros días, a esa misma hora, se queja de no poder dormir hasta más tarde; hoy que puede hacerlo siente urgencia de ponerse en pie. Aun así resuelve quedarse acostada unos minutos más. "Tengo derecho a descansar", dice.

Se lo ha ganado batallando a diario con los niños que llegan tarde a la escuela, arrojan basura, hacen escándalo, se dan empellones y bajan las escaleras como un tropel de caballos salvajes. "Condenados escuincles", murmura sin darse cuenta de que sonríe.

Vuelve a girar en la cama y mira el lienzo de cretona que hace las veces de cortina. Se parece mucho a la cortina del albergue. Allí vivía de lunes a sábado. A las cinco de la tarde regresaba a su casa. El recuerdo del viaje hasta allá le provoca una sensación de culpa. Durante toda la semana extrañaba a su familia y, sin embargo, cuando ya iba a reunirse con ella, se ponía triste y asustada. Desterraba el malestar pensando que el lunes temprano estaría de vuelta en el albergue.

II

Una lágrima corre por su mejilla y la enjuga con la punta de la sábana. Decide ahuyentar los recuerdos, pero es inútil: la acorralan y la obligan a aceptar que daría lo que fuera por volver a aquella casa, aunque siguiera siendo apenas una obra negra con las varillas al aire enfundadas en cascos de refresco.

En una de aquellas lanzas quedó ensartado su medio hermano Luis. Al verlo estremecerse, con los brazos y las piernas como si fueran de trapo, Brígida creyó que era parte del juego hasta que escuchó los alaridos de su madre. El niño, que entonces sólo tenía tres años, sobrevivió al accidente. "Pero más le hubiera valido morirse."

Brígida se asusta de sus palabras y se maldice por haberlas dicho. Más se aborrece por haberse impacientado cuando -después del accidente- Luis no mostraba interés por jugar con ella o siquiera devolverle la sonrisa con que pretendía animarlo.

Luego recurrió a otros métodos para que reaccionara. Lo provocaba lanzándole zapatos, cucharas, bolitas de papel. Cuando su madre estaba ausente iba más lejos: lo sacudía con furia hasta verlo caer. Luis continuaba insensible, quieto, atrapado en la red de sus babas como un mosquito en una telaraña. Brígida repite su lamento: "Lo que daría por volver a estar junto a mi hermanito, aunque él no hablara ni se moviera".

No puede más y salta de la cama. Antes de que pueda evitarlo toca el piso con el pie izquierdo. Su madre se lo tenía prohibido porque, según ella, era de mala suerte. Se inclina y observa sus pies desnudos. En comparación con su estatura siempre han sido demasiado largos y huesudos. "Los heredaste de él", le decía su madre.

Hace un esfuerzo y se acaricia los pies: el único rasgo que la identifica con su padre, el único legado que le obsequió antes de abandonar a su familia.

Con sólo pronunciar su nombre reconstruye la imagen de su madre: Delfina. La profesora de música se llama igual y por eso a Brígida le gusta tanto saludarla cada vez que la encuentra en los pasillos de la escuela.

Es enorme: tiene dieciséis salones, aparte del auditorio, la dirección y el jardín sombreado de fresnos. En cambio, el albergue donde vivió era muy pequeño para alojar a 35 niñas, todas hijas de madres solteras y muy pobres. Dormían en catres, en un galerón decorado con un mural donde se veía una casita blanca en medio de un prado dividido por un camino sinuoso.

A Brígida una vez se le ocurrió que por allí se había alejado su padre. Sin medir las consecuencia dibujó en el sendero huellas de pies gigantescos. La maestra Mini la obligó a borrarlas y le impuso un castigo: "Cuatro planas de Prometo que no volveré a pintarrajear las paredes".

"Maldita vieja", murmura Brígida pensando en aquella maestra que les daba clases de ocho a once de la mañana, antes de mandarlas a las bodegas donde trabajaban hasta las cuatro de la tarde zurciendo costales y armando cajas de cartón. A cambio de esas tareas las niñas recibían medio salario mínimo a la semana y, en caso de que vivieran muy lejos, la oportunidad de permanecer en el albergue desde el lunes hasta el sábado por la tarde. Entonces podían salir para reunirse con sus familias.

III

Brígida no logra recordar los nombres de sus compañeras del albergue. Siente curiosidad por saber qué rasgos habrían heredado de sus padres desconocidos. Ella al menos tenía los pies que ahora observa como si fueran algo que por distracción su padre dejó antes de abandonar su casa.

Una nueva curiosidad la atrapa: "¿Por qué se habrá ido?" Su madre nunca quiso aclarárselo. Debió insistirle, obligarla, como Delfina la presionaba para que le dijera cuanto había sucedido en el albergue. Su madre ya no fue a recogerla cuando su nuevo embarazo se hizo evidente. No quería que en la Modular de Empaques la vieran esperando otro hijo sin tener marido. Esa fue la justificación que Delfina le dio para dejarla regresar sola a su casa. Hoy Brígida comprende que también fue el indicio de que el padre de Luis era un trabajador del mismo taller en que ella zurcía costales.

Otra vez siente la angustia que la sofocaba durante el largo trayecto. Se lleva la mano al pecho y se da golpecitos. Le hacía lo mismo a su hermano Luis cuando el niño se desgañitaba en protesta por la ausencia de su madre. "No llores. Mamá se fue a repartir la ropa que le dieron para lavar. Cuando vuelva nos traerá harto pan bien rico". Brígida no siempre era tan ecuánime. Cuando su hermanito la hartaba con sus chillidos lo metía en el huacal que era su cuna y se iba a la calle.

"Lo que daría..." Antes de terminar su lamento Brígida se aleja de la cama. De un manotazo aparta la cortina y mira por la ventana el jardín sombreado de fresnos. Hubo una época en que también había jacarandas. Sus sentimientos hacia esos árboles eran cambiantes. Todo el año los adoraba, pero en Semana Santa los aborrecía por derramar tantas flores en el prado: mantenerlo siempre limpio era parte de sus obligaciones de conserje.

Una maestra de biología discurrió que las jacarandas estaban plagadas. Solicitó autorización para talarlas y nadie se opuso. Brígida se arrepiente de no haberlo hecho. Los árboles eran muy hermosos. Sobre todo en marzo y abril embellecían la escuela y alegraban su soledad durante la semana en que los niños se iban de vacaciones.

Abre la ventana y se asoma al jardín. Vacío, le parece aún más grande bajo el cielo gris. Esta mañana lo ve tétrico, por primera vez desde que vive en la escuela. Quizás no tendría esa percepción si no hubiera recordado las jacarandas. Aparecen en una fotografía que le tomó el maestro de música. A Brígida le agrada recordar el nombre del profesor: Julio Riestra. El detalle comprueba que no está decrépita ni se ha vuelto olvidadiza, como todos los viejos.

Va hacia la estufa, pone sobre la hornilla la jarra de peltre y se le queda mirando. Apenas ahora entiende por qué un trasto común le provoca una intensa sensación de dicha y abundancia: cada vez que su madre ganaba un poco más de lo habitual compraba leche, azúcar y canela para brindarles a sus hijos la bebida que era su única golosina.

Mientras hervían los ingredientes, una espuma blanca y humeante amenazaba con desbordarse de la jarra. Para impedirlo, su madre le encargaba a Brígida revolver constantemente la mezcla. Esa obligación era para la niña motivo de enojo. Hoy el recuerdo de aquel quehacer la llena de alegría y la incita a revivir el ritual doméstico.

Dispone de tiempo suficiente para hacerlo. En el refrigerador hay leche, en el gabinete están el tarro de azúcar y el frasco donde guarda la canela. Disgustada, ve que allí sólo quedan unas cuantas briznas de la especia: para Brígida son oro molido.

Mientras vigila el hervor de la leche piensa en que faltan muchas semanas para que los alumnos vuelvan a la escuela. Se arrepiente de haberlos despedido con la frase que repite siempre al comienzo de las vacaciones: "¡Qué bueno que se van, aunque sea por unos días! Así descansaré, no que con el relajo que arman..."

Brígida mira otra vez el jardín desierto: añora los tiempos en que lo embellecían las jacarandas, pero más aún el momento en que los niños regresen a clases y con su estruendo le impidan recordar.

 
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