Usted está aquí: jueves 12 de julio de 2007 Opinión Con la democracia hemos topado, señores obispos

Soledad Loaeza

Con la democracia hemos topado, señores obispos

En el México democrático la Iglesia católica no sabe muy bien qué hacer. En una entrevista, publicada a principios de la semana en el periódico Reforma (08/7/07), el cardenal Norberto Rivera expresa de nuevo las contradicciones, las inexactitudes, los vaivenes y las demandas injustificadas que caracterizaron el comportamiento del Episcopado mexicano durante la transición de finales del siglo XX. De hecho, cabe recordar que las reformas constitucionales de 1992 que modernizaron las relaciones entre el Estado y las iglesias más que una respuesta a propuestas específicas de los obispos o del Vaticano, y no obstante la brillante labor diplomática y política de Girolamo Prigione, fueron un capítulo del proyecto modernizador de Carlos Salinas de Gortari, que no podía quedarse atrás de acontecimientos mundiales en los que el papa Juan Pablo II desde el Vaticano contribuía a la caída de la Unión Soviética.

En la mencionada entrevista el cardenal Rivera afirma que es necesario reformar la Ley de Asociaciones Religiosas para que los religiosos dejen de ser "seudociudadanos" y puedan ejercer sus derechos civiles de manera irrestricta; considera que los ministros de culto -es decir, no incluye a las monjas cuya condición de seudociudadanía no parece preocuparle demasiado- deberían tener la posibilidad de sumergirse de lleno en la lucha política y partidista para "... realizar proselitismo o propaganda a favor o en contra del (sic) (cualquier) candidato, partido o asociación política".

Norberto Rivera subestima el impacto profundamente divisivo que semejante inmersión puede tener en el interior del clero y de la grey católica. Abundan las muestras de posiciones políticas encontradas que enfrentan a miembros de la jerarquía. Nadie imagina que el obispo Samuel Ruiz comparta las amistades mundanas de Onésimo Cepeda, y su tolerancia frente a lo que posiblemente considera sólo pecadillos de figuras políticas que ante la opinión pública son emblemas de corrupción y de abuso.

El cardenal Rivera tendría que reconocer que la principal amenaza al papel conciliador de la Iglesia -que reclama además privilegios sobre cualquier otra-- es una sociedad políticamente plural, y recordar la dolida queja de los priístas de Chihuahua que en 1986 se sintieron abandonados por sus obispos que habían levantado la causa de Acción Nacional, por muy justa que fuera la dicha causa.

La política de partidos es por definición divisiva; de ahí que la democracia pluralista sea un terreno fangoso para la Iglesia. Así han podido comprobarlo los obispos en Europa, donde la consolidación de sociedades liberales y democracias pluralistas ha condenado a la Iglesia a la marginalidad en el conjunto de instituciones políticas y sociales que representan intereses precisos e inmediatos; o donde la espiritualidad -que paradójicamente ha ganado terreno en las preocupaciones de muchos europeos y americanos- ha encontrado cauces más favorables en religiones distintas del catolicismo.

El cardenal Rivera también sostiene que la Iglesia debería poseer y administrar medios de comunicación de masas. Se entiende que habla de canales de televisión abierta puesto que estaciones de televisión por cable, presumiblemente dirigidas por religiosos, emiten programas religiosos, transmiten discusiones dizque teológicas y promueven la devoción católica (todos aburridísimos). Esta demanda, al igual que la de introducir clases de religión en las escuelas públicas, revela más debilidad que fuerza en una Iglesia que carece de recursos materiales para cumplir con sus funciones básicas. De suerte que las declaraciones cardenalicias deben ser leídas más como una petición de ayuda que como un reto o una amenaza.

Si las posiciones del cardenal Rivera las comparte un sector del Episcopado e incluso del catolicismo mexicano estamos ante una situación inquietante. Sus demandas y los argumentos que esgrime sugieren que aparentemente sólo se han sentido seguros en la tierra firme del autoritarismo, cuyas formas de organización y de hacer política eran compatibles con la estructura vertical y jerarquizada de la Iglesia preconciliar.

La restauración parece ser un objetivo prioritario del papa Benedicto XVI; pero la sociedad diversa y permisiva de principios del siglo XXI lleva escritos los riesgos de fracaso de este proyecto, que es mucho más frágil que la democracia mexicana.

 
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