Usted está aquí: domingo 8 de julio de 2007 Política La democracia de la hora

Rolando Cordera Campos

La democracia de la hora

Las iniciativas no tienen continuidad pero tampoco una generosa solución a la mitad del camino. Así ha ocurrido con la gran convocatoria a la guerra contra el narco, que encalla en el malestar local, la incomprensión estadunidense o el síndrome de China; y así empieza a suceder con la invitación a cerrar filas detrás de una medrosa propuesta de miscelánea fiscal que sólo recaba apoyo en curiosos aprendices de socialdemócratas, que lo mismo cantan salmos al PRI redivivo que encuentran lo que nadie más puede hacer: virtudes teologales en lo que no es sino una medianamente ingeniosa innovación impositiva, que va a costarle sangre al fisco para concitar la aprobación a regañadientes del empresariado nacional.

No puede proponerse que el grupo gobernante carezca de agenda. Lo que sí puede constatarse es que no le sobran las ideas sobre lo que ocurre con México, mucho menos sobre lo que habría que hacer para ponerlo a andar en busca de un desarrollo que se perdió por decreto elitista, más que por mandato de los desajustes estructurales acumulados a lo largo de 70 años de expansión económica y social.

De esta manera, sin referente histórico o social adecuado, las proclamas del gobierno caen en el vacío o provocan su contrario, y sólo consuelan a quienes leen las encuestas privilegiadas con loables ganas de que las cosas vayan así nomás. Muerta la gallina de los huevos de oro, parecen decir, lo que resta es que el "modo azteca de producción" nos proteja y la morenita se dé la mano con Tláloc para siempre.

Es conocido el hoyo fiscal que rodea al Estado mexicano, como lo es que su placebo, inauditamente costoso para el país y los que habrán de poblarlo en pocos años, se desgastará sin remedio. Sin un Cantarel a la vista, y en un horizonte de costos crecientes para extraer el crudo tan preciado, la necesidad de entrar a saco en ese golfo de la complicidad en que se ha convertido Pemex debería ser obvia pero no lo es, y no por obra y desgracia de los nacionalistas irredentos, sino por la debilidad de quienes gobiernan y son incapaces de hacerle ver al país, y no sólo a los enfeudamientos empresariales que los llevaron al poder, la dureza de la empresa de rescatar el petróleo para la nación, como lo hicieran con gloria inolvidable el presidente Cárdenas y sus compañeros de gesta.

Lo más que se les ocurre es declinar el verbo vender, o apelar a lo que es ya una reconocida falsedad: que Pemex no crece porque no tiene tecnología para irse al mar profundo.

De lo que carece Pemex es de una política nacional que empate la riqueza que administra con una economía política vestida de harapos, contagiada de un rentismo depredador y habituada al usufructo del desperdicio. La encrucijada, por esto, no está en la empresa nacional, que ni siquiera es empresa, sino en la voluntad del Estado de emprender su rescate y de hablar claro y sin ambages a una nación que ve pasar sin inmutarse, como si fueran muertos en vida, las mil y una novedades vetustas que los técnicos de Hacienda acuñan cada que la voz del amo se hace sentir. La encrucijada es de la democracia y de nadie más.

Pudo haber sido, como fue, una mala formulación de López Obrador en la plaza la de "no negociar" la propuesta fiscal del gobierno. Nos hizo el servicio, sin embargo, de poner de relieve la debilidad del espíritu público mexicano, que no sabe distinguir todavía entre oponerse y disponerse, y que no aprecia en lo más mínimo la proclama pejista de que criticar es también gobernar. Se puede estar en el centro de la pluralidad actual, marcar la agenda pública o pretender hacerlo, y al mismo tiempo decir sin ambages que la propuesta del gobierno es inaceptable y que se propone otra. De esto debería estar poblado el discurso público de la democracia mexicana, en lugar de tanta solícita enmienda y de tanta oficiosa gana de alguna oposición por no parecer tan opuesta.

La izquierda no puede seguir su camino bajo la hipótesis ilusa de que su temple es de acero y que es eso lo que lleva a la gente a votar por ella y resistir los embates de una derecha obtusa, que lo único que descubre son las ruinas sobre las que bailó la Revolución de Ayutla. Lo que la izquierda no puede evitar es tratar de ser distinta en lo elemental que nos legó el régimen de la Revolución: no puede ser corrupta ni nepotista, ni envidiar el lujo, bastante vulgar por lo demás, de los sedicentes herederos de la aristocracia pulquera con la que Díaz quiso vestir su abuso de poder. La única herencia de la izquierda es la de las ideas y del deber cumplido, donde Juárez y Cárdenas se dan la mano para legarnos una tradición probablemente imaginada pero que, como lo hemos vivido en estos años de la "celebración de México", no es para nada imaginaria.

La deliberación es insustituible para una democracia social que no renuncia a sus ideales ni orígenes. Pero la deliberación sin objetivos ni adjetivos pronto la reduce al lugar que la derecha y sus "gentes de bien" le tienen asignado: el del cero a la izquierda. El tiempo pasa, pero hay espacio para demostrar que el camino del cambio es el democrático representativo, del Estado nacional y de los grandes acuerdos que emanen de lo fundamental, pero que no se rinden ante las restricciones del momento.

 
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