Usted está aquí: domingo 8 de julio de 2007 Opinión Ratatouille

Carlos Bonfil

Ratatouille

Mezclar, remover, agitar; en francés: touiller. Ratatouille es, desde el siglo XVIII, el vocablo popular que designa un plato de comida rústica que combina verduras de clima cálido; un acompañamiento económico y de preparación sencilla para diversos tipos de carne. Un juego de palabras incluye en el nombre de este platillo al roedor más detestado del planeta, la rata, y lo presenta, no sólo como un simpático héroe de dibujos animados, sino como un personaje romántico que llega de la provincia francesa hasta París, para cumplir ahí su máximo sueño: volverse un maestro culinario.

Ratatouille, la realización más reciente de Brad Bird (Los increíbles) para Walt Disney y Pixar, presenta a Rémy, la rata sensible, de nariz rosada y ojos tiernos y saltones, dueña de un don olfativo que le permite reconocer aromas delicados y la presencia de veneno entre los desperdicios. Rémy es admirador de Auguste Gusteau, un gran chef recién fallecido, antiguo dueño de un restaurante venido a menos. Un accidente le permite al roedor llegar hasta ese lugar, asociarse con Linguini, un ayudante de cocina, prestarle disimuladamente sus servicios y educarlo en el refinamiento gastronómico, para juntos tratar de recuperar los favores de una clientela exigente y de un temible crítico culinario. Los múltiples equívocos son la sal y pimienta de la trama, y las referencias culturales, uno de sus atractivos más sólidos: desde la nariz de Cyrano de Bergerac (Rostand/Rappeneau) -ayuda secreta de un seductor- hasta las peripecias de Jean Baptiste Grenouille -otro olfato privilegiado-, quien busca entre los miasmas de París la esencia perfecta en El perfume (Süskind, Twyker).

En una cartelera comercial hasta hace dos días sin sorpresas, Ratatouille es una revelación estupenda. Un entretenimiento inteligente dirigido, esta vez sí, a todas las edades. Un esfuerzo muy logrado por sacudir las certidumbres del buen gusto presentando las cualidades más humanas no sólo de una rata, sino de todo un ejército de roedores que se apoderan de la cocina de un restaurante, ya no para saquearlo, sino para añadirle una estrella más de distinción gastronómica. ¿A qué conduce todo esto? Por un lado, a una alteración del orden natural, donde la petulancia del hombre, "rey de la creación", es sacudida y corregida por la rata -el animal que con la cucaracha comparte la peor de las reputaciones-, un odiado invasor de las cocinas transformado aquí en un gourmet indispensable; y por el otro, a una crítica mordaz a la comida chatarra, esa fast food que intenta promover Skinner, nuevo chef del restaurante, aprovechando la reputación del fallecido Gusteau. A su modo, el refinamiento visual de Ratatouille, su capacidad de invención y su osadía son todo lo contrario de los productos chatarra de entretenimiento infantil que Hollywood produce en serie y que hoy inundan las carteleras del mundo entero.

El realizador de la cinta no ha descuidado un solo detalle. Su recreación de París por animación digital es formidable, y su aprovechamiento en escenas de acción compite con las mejores películas del género. El refinamiento va más lejos: para una mayor verosimilitud, Brad Bird contrató los servicios del chef culinario Thomas Keller, del restaurante French Laundry, de California, a fin de que diseñara para la pantalla una por una sus mejores creaciones gastronómicas. A la noción de un héroe romántico que con empecinamiento conquista París, como en alguna novela de Balzac, se añade un irónico comentario en boca del crítico culinario Anton Ego (voz de Peter O'Toole en la versión original), quien luego de reconocer la vanidad estéril con que ha venido ejerciendo su oficio, declara que si bien "no todo mundo puede ser un gran artista, el gran arte sí puede surgir de cualquier lado". Ratatouille es un elogio de la creatividad y la mejor ilustración de lo que el cine de animación puede hoy lograr en este terreno.

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