Usted está aquí: lunes 2 de julio de 2007 Opinión Lotería

Hermann Bellinghausen

Lotería

Qué tiempos aquellos en que se podía distinguir lo urbano de lo rural. No que ahora, en la edad de las migraciones y el colapso, dentro de su vastedad, las ciudades se han fragmentado en sí mismas y también arrojando pedazos suyos a los rincones alejados del campo. Además, los campesinos han caminado sin reposo, lo mismo a las selvas que a las urbanizaciones, y llevan su impronta y hasta su milpa al corazón citadino. Así que luego uno no sabe bien dónde está, como le pasó esta vez al doctor Freitas en su viaje a no supo dónde.

Lo esperaba a la vuelta de la esquina un carro gris y medio nuevo con el motor en marcha. Freitas no reconoce las marcas ni los modelos, fuera del tamaño y a veces el color, los ve a todos iguales. Las calles estaban desiertas y tranquilas, a punto de dejar la noche. Regina lo condujo hasta el asiento trasero del vehículo, donde ya se encontraba otra persona, un hombre. Al chofer y al copiloto no los vio ni voltearon a él. No pudo eludir los ojos del conductor en el espejo retrovisor. Negros. Candentes. Hasta miedo daba su determinación. La voz del copiloto dijo:

–Pasando el crucero donde se estacionan los judiciales, con todo respeto, doctor, le vamos a vendar los ojos.

Era raro que a esas alturas de la madrugada el aire soplara tanto. Las palmeras se inclinaban y el ruido de los follajes delataba la llegada de un norte con llovizna y frente frío. Apenas salieron de la colonia, Freitas volteó a su izquierda hacia Regina, que lo miraba. Ella sonrió, sacó una mascada de su bolso, le dijo:

–Dese la vuelta.

Y le vendó los ojos. La mascada olía a perfume, pero muy vagamente. Entonces habló su otro vecino de asiento, a la derecha:

–Con todo respeto doctor, le vamos a pedir que baje la cabeza.

De inmediato le puso a Freitas la mano en la nuca y lo “ayudó” a inclinarse. Por lo visto ese “con todo respeto, doctor” venía en las instrucciones de cómo tratarlo, y no supo si ofenderse.

Salieron a carretera, pasaron casetas, subieron una intersección, atravesaron ciudades o barrios, comederos para traileros, zonas de topes. En una gasolinera que no reconoció lo dejaron ir a mear y le convidaron tamales y café callejero. Fumó, estiró las piernas y especialmente el pescuezo. El resto del trayecto fue rodar con la cabeza contra las rodillas, música romántica en FM, brincoteos de baches, terracería, nuevos tramos de asfalto, monosílabos indescifrables, más terracería, chirridos de grava al final. Frenaron.

Sin desvendarlo, Regina y el de la mano en su nuca lo ayudaron a bajar y lo condujeron al interior de una casa. Calculó las diez u once de la mañana. Cruzaron un zaguán y un vestíbulo. Le quitaron la mascada en una sala modesta de sofá y sillones floreados; en los muros, fotografías retocadas y de estudio en marcos imitación metal. Figuras de porcelana sobre mantelitos de punto de cruz en las repisas. Lo invitaron a sentarse en un extremo del sofá vacío.

Regina salió de la cocina informándole a Freitas que le ofrecían menudo para almorzar. Dijo que no tenía hambre. De todos modos, dos jovencitas le trajeron una charola con tres bizcochos y una taza de chocolate que le supo a coctel de los dioses, siendo que la universal palabra cocktail viene de xoc-tl, en nahua antiguo. Platicó el dato agradeciendo el refrigerio, pero de ahí en fuera prefirió hacerse el mustio. Nadie mostró interés en sus palabras. Por poco les cuenta la historia del noble tolteca que descubrió la bebida de chocolate y la envió al rey en manos de su hija Xóchitl; el rey se enamoró de la muchacha, bebió el licor, y les dio a los dos el mismo nombre: xoc-tl. (Bueno, eso dice el prontuario favorito de Freitas para respuestas inútiles: el Brewer’s en su edición de 1896.)

Pero viendo a los demás tan poco comunicativos, no contó nada. En la barra femenina de la televisión pasaban ejercicios para aumentar el busto, anuncios de champú y cantantes en el estudio. Las jovencitas se entretuvieron viendo el programa. Una voz de mamá las llamó de vuelta a la cocina y ellas de mala gana obedecieron.

De una habitación contigua con la puerta cerrada salían voces masculinas, un siseo de pies y sillas. Luego, silencio. De dentro llamaron a Regina, quien caminó a la puerta, la abrió, y la cerró tras de sí. Segundos después abrió otra vez y dijo:

–Doctor.

Freitas se incorporó, tomó su maletín quirúrgico y una valija con sueros, anestésicos, guantes de látex y una bata centrifugada. Entró. Le cerraron a su espalda. Sólo vio a Regina con el pelo recogido y bata de enfermera a un lado de una mesita, y a un hombre sin camisa en una cama, recostado contra la cabecera de cedro liso. “El herido”, pensó Freitas como se gritan en las ferias las cartas de lotería. El catrín. El borracho. La jarana. La bandera. El doctor. El camino. El carro. La taza. La Regina. La puerta. El herido. Lotería.

 
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