Usted está aquí: domingo 24 de junio de 2007 Opinión Pequeñas doctrinas de la soledad

Miguel Morey

Pequeñas doctrinas de la soledad

El hombre es el único animal que se acompaña. Y muy probablemente sea saber acompañarse todo cuanto de fundamental puede alcanzar a saber el hombre. En todo caso, lo seguro es que sin este saber cualquier otro saber de nada vale. Hasta donde alcanza la vista, es posible singularizar en el espacio y en el tiempo mil y una variantes culturales tanto en las formas de darse compañía como en los modos de exhortación a comportarse correctamente y conducirse de modo adecuado. En el suelo más remoto de nuestra tradición, el conócete a ti mismo délfico, la voz del demonio socrático o el platónico diálogo del alma consigo misma, señalan de modo inequívoco la preeminencia concedida a este saber. Y aun el día de hoy y a pesar de tantas cuantas banalizaciones lo amenazan, nuestro cotidiano cara a cara con el espejo sigue siendo un momento señaladamente grave y elocuente.

En el diálogo de cada cual consigo mismo, el interlocutor ha recibido a lo largo de la historia nombres bien diversos. Se le ha llamado alma, conciencia, sujeto, yo, uno mismo y tantos otros nombres siempre excesivos, siempre insuficientes también en su intento mismo por determinar ese otro polo de nuestro tuteo íntimo, esa inasible compañía que tanto nos habla sin voz como escucha -siente, asiente, disiente- y calla. "No aspires, alma mía, a una vida inmortal/ empero agota los recursos factibles" -escribió Píndaro en tiempos arcaicos, con unas palabras que han llegado sin embargo cargadas de sentido hasta nuestros días. Y hace sólo escasas décadas, escuchábamos el penúltimo aliento del Innombrable, diciendo(se): "Viste la luz por primera vez tal y cual día y ahora estás boca arriba en la obscuridad"- para añadir a continuación: "Acabarás tal como estás ahora". Entre ambos vocativos transcurre la historia entera de la literatura, si se quiere y por supuesto, pero también media algo más esquivo que, en lo fundamental, tiene que ver con el modo en que los hombres tratan de acompañarse, esto es, de interpelarse y conducirse.

Cuando en las últimas vísperas de la segunda guerra del Golfo Saddam Hussein caracterizó lo que se avecinaba como el combate de los Hijos de Dios contra los Hijos del Mono, respondiendo así a los voceros de la Cruzada contra el Mal y el Choque de Civilizaciones, probablemente sin saberlo no hacía sino poner aplicadamente en la escena bélico-mediática un ya viejo tópico de la filosofía académica centroeuropea que, en la formulación de Arnold Gehlen, reza como sigue: "El hecho de que el hombre se entienda a sí mismo como imagen de Dios o bien como un mono que ha tenido éxito, establecerá una clara diferencia en su comportamiento con relación a hechos reales. También en ambos casos se oirán muy distintos tipos de mandatos dentro de uno mismo". En el contexto de esta formulación debe entenderse también el intento fundamentalista yanqui por erradicar la enseñanza de la teoría de la evolución en las escuelas y el apoyo de Bush a la llamada teoría del Diseño Inteligente. De lo que se trata es, evidentemente, de que, ante el espejo, los jóvenes reconozcan en su reflejo antes a un hijo de Dios que a un mono que ha tenido suerte e interpreten de este modo los impulsos y propiedades que perciben en sí mismos y, en consecuencia, se conduzcan con los demás seres humanos suponiendo que es en tal medida (y sólo en tal medida) que son sus semejantes. Y es que no se acompañan del mismo modo los hijos de Dios que los monos con suerte, porque es diferente la imagen que se hacen unos y otros de sí mismos, como diferente es la autoridad que revisten en un caso u otro las voces que suenan en cada cabeza.

Nos engañaríamos sin embargo si leyéramos esta confrontación en clave ilustrada, como el combate entre las luces del libre espíritu frente al oscurantismo religioso, como una repetición en el tablado de marionetas postmoderno del sapere aude kantiano. Porque si bien es cierto que la belicosa defensa del creacionismo por parte del Discovery Institute de Seattle (especialmente a través de su Centre for Science and Culture) reviste todas las características de un autoritarismo teocrático de cuño arcaico, no lo es menos la beligerancia de los defensores (de la enseñanza) del evolucionismo, quienes lo entienden y así lo pregonan a la menor ocasión, no como una teoría científica más sino como la única visión que puede permitirle a la humanidad encaminarse de un modo correcto hacía el futuro. Nada más lejos del atrévete a pensar ilustrado que este autoritarismo fundamentalista también que la ortodoxia cientificista contrapone airadamente al creacionismo de los neocon, pero disputándose ambos idéntico espacio y la misma función de tutores absolutos de una generalizada minoría de edad.

 
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