Usted está aquí: domingo 24 de junio de 2007 Opinión Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Rumor de mar

"Hay cosas que no se hicieron para nosotros". Con esa frase lapidaria mi padre quería evitarnos la frustración de no poseer ni disfrutar lo que otros niños tenían. Para liberarnos de semejante condena, mi madre afirmaba: "No les digas eso. Las cosas llegan tarde, pero llegan".

Tenía razón. Nunca faltó la prima que, harta de su impermeable, nos lo obsequiara en pleno invierno, cuando no caía ni una gota de lluvia. Veíamos una película meses después de que su estreno había causado sensación en el cine Roble o en el Metropólitan. Comprábamos pan dulce sólo cuando el panadero lo distribuía en las charolas señaladas con el aviso: "Pan de ayer".

En relación con la otra parte de la humanidad íbamos siempre fuera de tiempo, aunque la obsesión de mi tío Rafael -nuestro permanente huésped- fuera la exactitud de reloj. Al volver de su trabajo lo primero que hacía era sintonizar el radio en la XEQK, la estación de la hora, para asegurarse de que nuestro Westclox marchara a tiempo. Excepto las naranjas y los plátanos, el resto de las frutas estaban en la lista de las cosas lejos de nuestro alcance.

Para mi madre era inexplicable que, cuando nos mandaba al mercado, mi hermana Ligia y yo nos tardáramos horas. Nunca le confesamos que todo ese tiempo lo dedicábamos a mirar las frutas inalcanzables -higos, mangos, peras y cerezas- y a imaginarnos su sabor.

II

El término "vacaciones" resulta fundamental en la lista de experiencias que "no eran para nosotros". Cuando terminaban las clases, mientras nuestros vecinos se iban de viaje, mi hermana y yo cambiábamos la rutina de la escuela por la doméstica: "Lavar, verbo de la primera conjugación; barrer, de la segunda"...

Como no teníamos tarea, por las tardes, nos convertíamos en el azote de "Pacífica", la colonia vecina a nuestro barrio. Allí abundaban las casas de una sola planta con jardincitos frontales, rejas blancas y timbres que oprimíamos con saña para después echarnos a correr, satisfechas de nuestra estúpida travesura, indiferentes a las amenazas que nos lanzaban los colonos.

De la "Pacífica" sólo respetábamos la casa del doctor Leopoldo Sánchez. La placa metálica junto a la puerta era el escudo que la protegía de nuestras impertinencias. Un domingo, a punto de que terminaran las vacaciones, encontramos a un hombre en cuclillas podando un rosal del jardín. Nos miró de reojo: "Conque se dedican a tocar timbres, ¿eh?... Las he visto y me da lástima que no se les ocurra hacer algo menos tonto y más divertido".

Ligia y yo quedamos petrificadas. El hombre se levantó y se quitó el sombrero para abanicarse: "Aunque esté pardo, el sol de invierno quema; pero si se va uno a la sombrita se muere de frío... O será que estoy viejo". Permanecimos calladas; él se acercó y nos tendió la mano: "Soy Darío. Ustedes, ¿cómo se llaman?" Huimos sin contestarle.

Al llegar a la casa le contamos a mi madre nuestra aventura. Nos recordó su prohibición de hablar o recibir dádivas de extraños, y nos hizo prometerle que jamás volveríamos a la "Pacífica". Tranquilizada respecto a nosotras, la asaltó otra inquietud: que Darío no fuera jardinero, sino ladrón. En tal caso iba a denunciarlo ante la policía.

Mi madre actuaba movida por el agradecimiento: un Jueves Santo sufrió un desmayo. Como la farmacia estaba cerrada mi padre tuvo que llevarla al consultorio del doctor Sánchez. Estaba en el jardín trasero de su casa. El médico le recetó a mi madre -y de paso a toda la familia- un puñado diario de nueces o de pepitas con azúcar.

Surgió un dilema: esperar a que mi padre regresara o presentarse de una vez en casa del doctor Sánchez. La pérdida de tiempo podría ser fatal, así que mi madre optó por lo último y diseñó una estrategia: "Haremos como que pasamos por allí. Con verlo sabré qué clase de gente es el tipo ése". Su ingenuidad todavía me conmueve y aún la celebro.

III

Desde la esquina vimos a Darío metiendo puñados de hojas secas en un costal. Lo llevó a la puerta, miró hacia ambos lados de la calle y entonces nos reconoció: "Estoy esperando el camión de la basura. Ojala venga antes de que regrese el doctor, porque si no pensará que me dediqué a perder el tiempo, como otras... ¿Son sus niñas?".

Mi madre no le dio tregua: "Disculpe, ¿usted trabaja con el doctor Sánchez?" Darío se levantó el ala del sombrero: "Directamente con él no, pero lo conozco del hospital. El atiende enfermos en Huipulco y nos tratamos desde hace años. Como el jardinero se fue de vacaciones a su pueblo, el doctor me pidió que viniera a cuidarle la casa. Ya que sé algo de jardines, me puse a limpiarle el suyo para que cuando vuelva lo encuentre limpio y precioso. Es bonito, ¿no le parece? A sus niñas les gusta".

Mi madre nos hizo un gesto de reproche: "Estas criaturas que luego no sabe uno ni dónde se meten... Bueno, pues con permiso". Darío le cortó el paso: "Váyase tranquila. No soy lo que pensaba: un ratero que se metió a la casa del doctor... Señora, por Dios, así como están los tiempos ¿usted cree que un ladrón va a disfrazarse de jardinero? ¡No! Se lleva lo que puede y se larga".

Ligia y yo apenas pudimos contener la risa. El rostro de mi madre se encendió: "Como estas niñas me dijeron... Bueno, usted comprende: el doctor Sánchez fue muy bueno conmigo y no quise que nada malo sucediera en su casa". Miró a través de la reja con expresión infantil: "Ha de ser muy bonita". "¿Quieren conocerla?" Darío no esperó la respuesta y nos abrió la puerta.

Entrar en una casa como la del doctor Sánchez era una experiencia más escrita en la lista de cosas que no estaban hechas para nosotras; pero en aquel momento se nos brindó la oportunidad de torcer el que parecía nuestro único destino.

IV

El salón era ovalado. Al centro, en una mesa cubierta con un tapiz, había un platón lleno de esferitas rojas como cerezas. Contra las paredes estaban las vitrinas de madera oscura. Cristales biselados protegían las colecciones que el doctor Sánchez había formado con objetos traídos de sus viajes: el mundo entero se concentraba allí.

Una a una Darío fue abriendo las puertas de las vitrinas. Al alcance de nuestra mirada, intocables, estaban alineados infinidad de objetos de una misma especie, pero hechos con diversos materiales: porcelana, madera, cristal, resina, felpa, plumas, pétalos.

Mi madre permaneció largo tiempo ante la colección de muñecas vestidas a la usanza de cada país. Juntas le recordaron la única muñeca que tuvo y de la que jamás nos había hablado: "Su carita y sus manos estaban hechas de cera. Su vestido amplio, de encaje color de rosa, me hacía verla como una reina. Yo imaginaba que era la princesa a su servicio y que un día las dos, volando en una alfombra mágica, llegaríamos al mar donde estaba su trono". Mi madre quiso esconder su emoción tras una carcajada: "Un día... Sí, cómo no... Ni siquiera conozco el mar. Hay cosas que no son para nosotros".

Darío cerró esas puertas y nos abrió otra vitrina. No reprimimos nuestra sorpresa al ver la colección de tarros y caracolas con entrañas brillantes y nacaradas. Darío retrocedió para dejarle todo el espacio a nuestro asombro: "En los frascos hay arena de todas las playas; las caracolas guardan el rumor de los mares, según me explicó el doctor. Y sí, es verdad, yo he oído varias veces el canto de las olas".

Mi madre se volvió hacia Darío: "Mis hijas tampoco conocen el mar. ¿Les permite que lo oigan? Le aseguro que tendrán mucho cuidado". El jardinero accedió y al final le entregó a mi madre una caracola: "Escuche usted también, para que no le cuenten".

Aquella rara experiencia de la que nunca hablamos con nadie fue maravillosa. Nos produjo la ilusión de que habíamos destruido la lista de cosas que no eran para nosotros; para siempre seríamos dueñas de todos los rumores del mar concentrados en una caracola.

 
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