Usted está aquí: domingo 17 de junio de 2007 Opinión El regreso de la diosa

Sergio Ramírez/ II y última

El regreso de la diosa

Ampliar la imagen Carlos Fuentes Carlos Fuentes Foto: Archivo

Mañana, lunes 18, Carlos Fuentes presentará en la Sala Valle Inclán del Círculo de Bellas Artes de Madrid, España, el primer tomo de sus Obras Reunidas, que publica el Fondo de Cultura Económica. El proyecto consta de 12 volúmenes que reunirán las novelas, cuentos, ensayos y obras de teatro. El primer volumen, Fundaciones mexicanas, está integrado por las novelas La muerte de Artemio Cruz y Los años con Laura Díaz. Como una primicia de La Jornada, presentamos el prólogo de Sergio Ramírez para este volumen

Pero ella no está allí, de pie en medio de la historia en llamas, sólo para llorar, sino para juzgar desde la conciencia propia. La diosa regresa como jueza, armada de esa seductora espada que Fuentes pone en manos del ángel israelita, y que abre de un tajo la hendidura que todos llevamos entre la punta de la nariz y el labio superior, la marca para no olvidar. En manos de ella, Laura Díaz, el tajo nos advierte que tampoco se debe callar, ni transigir.

Apropiada de su libertad trasgresora, elige su propio lugar en la historia. En lugar de esposa fiel de un líder de los trabajadores que termina derrotado por la perversión del sistema, se convierte primero en amante de un frívolo mundano ingenioso, Orlando Ximénez, y luego, encontrándose por fin a sí misma, en amante de un luchador republicano de la Guerra Civil Española, Jorge Maura. En lugar de la madre que empareja por deber sabido el amor a sus hijos, escoge de entre los dos, Santiago y Dantón, al artista condenado a morir joven, Santiago, y no al ambicioso que calcula cada jugada, Dantón, y que luego entrará también, con pie propio, en la feria de la corrupción.

Protagonista, se hace dueña final de la hazaña de su libertad fotografiando incesantemente la historia, cuando descubre ya en la madurez su vocación de fotógrafa, y usa la cámara como un instrumento de registro, un ojo de mirada incesante y minuciosa, la abuela que no sólo pierde a su nieto Santiago en la matanza de Tlatelolco, ya cuando la Revolución es una caricatura de sí misma, sino que lo fotografía entrando entre la multitud de jóvenes a la plaza donde serán asesinados, lo persigue con la cámara mientras marcha, y tomará su foto final, desnudo en la plancha de la morgue. Actora, no testigo. La abuela no hace calceta, desafía al destino. No sólo llora al nieto asesinado, lo deja para la historia en el horror de aquella noche. Retrata la historia con su cámara como una manera de entrar en ella.

Pero ésta no es tampoco sólo una novela donde las historias que ocurren en la vida de Laura Díaz alimentan a la Historia insaciable, ni tampoco una novela sólo sobre la libertad. Es una novela sobre la culpa, y es allí donde tiene su entraña más honda. ¿Quiénes son los culpables y quiénes son los inocentes, si de todas maneras todos serán devorados por la Historia? La diosa regresa para despertar otra vez todo lo femenino que hay en nosotros. Despertar el sentido de la culpa que siempre es más diáfana al ojo implacable de la mujer. Pero saberse culpable, o saber al otro culpable, no serviría de nada sin el sentido de la compasión, de la misericordia y del perdón, que son también regalos de la diosa.

La única manera de tomar venganza, dice Laura Díaz, es perdonando. La justicia no tiene matrícula, nos dicen las voces que desde distintos planos del escenario resuenan en esta novela. La voz sometida de Juan Francisco López Greene. La voz de un Santiago que se extingue tras haber pintado no la caída de la pareja original tras el pecado, sino su ascenso. La voz de otro Santiago y la de otro Santiago, muertos en la flor de la edad bajo las balas del sistema que se repite. Las de los republicanos derrotados por Franco, comunistas, anarquistas, socialistas, que nunca estarán de acuerdo entre ellos. Las de los escritores y cineastas perseguidos por McCarthy, obligados a escoger entre la lealtad y la delación.

''Los tres actos y el epílogo de los dramas políticos", advierte Laura Díaz con perspicacia y sensibilidad femenina a Harry Jaffe el exiliado, amante suyo también, ''nunca se presentan bien ordenados y aristotélicos, sino enmarañados, mezcladas las razones con las sinrazones, la esperanza con el desaliento, la justificación con la crítica, la compasión con el desprecio". Habla por boca de la diosa que regresa, uno de cuyos atributos es el reconocimiento de la complejidad de la trama de la vida, lejos de la simplicidad, o de la simpleza, de las teorías políticas y de las ideologías. La política, dice el propio Fuentes, no es más que la expresión pública de las pasiones privadas. La historia privada, dice Balzac, es la historia de las naciones.

La justicia no pertenece a la razón de las ideologías, ni pertenece a la proclama de las verdades absolutas, oímos resonar las voces. La justicia sólo puede ser dilucidada en la intimidad de la conciencia, no frente a la majestad de los sistemas políticos, unos que han llegado a representar el Mal sin disfraces, y otros que se han vestido con los ropajes del Bien, pero sin dejar de encarnar el Mal. Nazismo y estalinismo, las grandes catástrofes del siglo XX, el siglo de Laura Díaz. ¿Y puede haber justicia sin libertad?

Laura Díaz nos dice, a lo largo del relato de sus historias que entran en la Historia, que no es posible. Justicia y libertad son hermanas siamesas que siempre están huyendo hacia delante, buscando escapar de nuestras vidas, pero que sólo serán posibles mientras no dejemos de buscarlas. Y nadie puede buscar la justicia maniatado, renunciando a su propia libertad, ni renunciando tampoco al poder del perdón, otro de los dones de la diosa.

 
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