Usted está aquí: domingo 10 de junio de 2007 Opinión Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Las gitanas

Los invasores nocturnos: Hasta lo más profundo de nuestro sueño llegaron las órdenes de mi madre: "Levántense, pónganse el suéter y los zapatos. ¿Qué no oyen?" En pie de guerra a mitad de la azotehuela, mi hermano mayor trataba de ahuyentar con sus gritos a quienes venían a ejercer el derecho de lanzarnos a la calle por falta de pago. Cuatro meses de renta acumulados en nuestras arcas vacías, en el escritorio del administrador, en la agenda del actuario, pesaban más que nuestra necesidad de vivir bajo un techo.

A través de la puerta de lámina oíamos cada vez más claros los llantos de los niños asustados por el escándalo y los gritos de las mujeres, que desde los quicios protestaban contra los "invasores". Algunos vecinos se atrevieron a interceder por nosotros. Sus buenas intenciones se estrellaron contra los ra- zonamientos de quienes se habían presentado a defender los intereses del casero: "En cuatro meses estas personas no han pagado el alquiler. Entre más tiempo pase más crecerá su deuda y entonces menos van a poder cubrirla. Por lo pronto tienen que salirse".

"¿Y adónde quiere que nos vayamos?", preguntó mi hermano. "Es asunto de ustedes. Abran por favor y no compliquen más las cosas". Era el fin de nuestra resistencia. Mi madre nos ordenó a mi hermana y a mí que termináramos de vestirnos mientras se dirigía al ropero para salvar sus únicas posesiones de valor: un misal con pastas de concha, unos aretes de filigrana y las pocas monedas que siempre guardaba en un bote de avena.

A pesar de las protestas de mi hermano, mi padre al fin abrió la puerta. El ruido metálico del pasador al descorrerse era la aceptación de su derrota. Los cargadores entraron y sin vacilaciones se dirigieron a los cuartos para sacar las camas, los colchones, el ropero, el tocador y dos sillas con asientos de brocado que nos dejó en resguardo un pariente en desgracia.

A mi madre le preocupaba menos el destino de aquellos muebles que el trato que los cargadores pudieran darle a sus objetos más preciados: las imágenes de santos, el radio RCA Víctor y los retratos de familia en marcos ovalados. "Por favor, no los vayan a romper". La súplica se perdía en la indiferencia de los cargadores que, hábiles como malabaristas, se pasaban de mano en mano los objetos. Para ellos carecían de valor; para nosotros lo eran todo.

Los muebles de cocina se dejaron para la última etapa del desalojo. Con el cincho a la cintura y los brazos desnudos, los cargadores empujaban sin miramientos la Tappan que había significado para nosotros el ingreso definitivo a la vida urbana y a la modernidad, y el desayunador pintado de amarillo al que llamábamos "canario".

Mientras los hombres de la casa negociaban con el actuario, nosotras recorríamos los cuartos desiertos como si nunca más fuéramos a habitarlos. Los clavos inútiles en las paredes, las marcas de los muebles en el linóleo, eran como los puntos numerados que guían al dibujante para que logre articular una figura o un paisaje. Los cables de la luz, inservibles por el momento, al cruzar por las paredes desnudas formaban un tejido burdo, esponjado de polvo. Sobre todo por las noches eran el trapecio por el cual se deslizaban los aborrecidos insectos.

Cuando no hubo nada más que sacar, salimos nosotros. Confundidos con el grupo de curiosos, miramos al actuario cerrar nuestra puerta y guardarse la llave como si fuera su nuevo propietario. Antes de abandonar la vecindad se detuvo para hacernos una advertencia más bien dirigida a mi hermano mayor: "No se les vaya a ocurrir meterse por la azotea, porque entonces van a tener un problema mucho más grave".

Ignorábamos en cuánto tiempo podríamos volver a nuestra casa vedada y dónde o cómo obtener el dinero para saldar la deuda. Lo único cierto es que necesitábamos alistarnos para vivir a la intemperie, aun cuando no faltaron los vecinos que pusieron a nuestra disposición un cuarto o una azotehuela para que nos refugiáramos allí mientras ocurría el milagro.

II. Vida de gitanos

Pasados los primeros momentos de incomodidad e irritación, empezamos a vivir nuestras nuevas circunstancias y a un ritmo distinto del habitual. Mi padre y mi hermano salieron para convencer al casero de que aceptara un arreglo menos drástico.

Mi madre, interesada en cubrir todas las necesidades de la familia como si nada hubiese sucedido, salió supuestamente al mercado, pero en realidad fue al Monte de Piedad para empeñar sus tesoros.

Mi hermana y yo, exentas de asistir a la escuela dadas las circunstancias, permanecimos en la vecindad como guardianas de nuestras posesiones. El cargo nos llenó de dicha, porque nos permitía vivir como los gitanos.

Los gitanos habitaban en la calle de Invierno, en una casa con las puertas y las ventanas siempre de par en par. Cada tarde, al volver de la escuela, mi hermana y yo mirábamos de reojo las habitaciones llenas de taburetes y recubiertas con telas de estampados florales. Sus tonos eran tan vivos como los de las faldas que vestían las mujeres.

Acinturadas y sonrientes, aquellas muchachas iban al encuentro de los transeúntes, se brindaban a leerles la palma de la mano y a traducirles la misteriosa caligrafía con que estaba escrito su porvenir: amor, fortuna, viajes, muerte...

Inspiradas por aquellas imágenes, convertimos nuestro desalojo en una experiencia apasionante. Entre las dos derribamos los colchones al piso, tapamos los muebles con sábanas y tendimos en el suelo una cobija. Para nosotros era una alfombra mágica como las que habíamos visto en casa de las gitanas.

Quisimos identificarnos aún más con ellas y nos enredamos en la cabeza una servilleta, tan graciosa y atractiva para nosotros como los tocados de los que sobresalían las rizadas y largas cabelleras de las gitanas.

Bajo el torpe disfraz fuimos otras muy distintas a "las niñas desalojadas" y nos protegimos por adelantado contra las miraditas burlonas o lastimosas que nos lanzarían nuestras amigas en cuanto regresaran de la escuela. Su asombro ante nuestro cambio fue para nosotras un triunfo insignificante en comparación con el que sentimos cuando nos pidieron que las incluyéramos en nuestro juego. En pocos minutos el corredor se llenó de "gitanas" dispuestas a leerles la suerte a las vecinas.

Agobiadas por el trabajo y la irritación de la pobreza, la mayoría nos rechazó. Sólo algunas accedieron a brindarnos sus manos: en su aspereza no era difícil leer el pasado, el presente y el futuro.

Al paso de las horas la magia iba perdiendo fuerza ante la contundencia de la realidad: los trámites de mi padre y de mi hermano ante el casero habían sido inútiles; lo conseguido por mi madre en el Monte de Piedad era insuficiente para cubrir al menos una parte del adeudo.

Llegaba la noche y nosotros seguíamos siendo desalojados con necesidades inminentes: asearnos, cocinar, volver a nuestra casa. La única que podíamos satisfacer era dormir. Cada objeto recobró su naturaleza: las servilletas dejaron de ser tocados opulentos, las colchas perdieron su calidad de alfombras mágicas y mi hermana y yo volvimos a ser "las niñas desalojadas".

Nunca olvidaré la última imagen de aquella noche: mi madre, tendida en un colchón y aferrada a la mano de mi padre, le murmuraba, como una auténtica gitana, el único futuro posible: "Mañana volveremos a empezar". Cerca, a ras de suelo y recargados contra las paredes de nuestra casa vedada, las imágenes de los santos y los retratos se fueron borrando como si se alejaran para siempre.

 
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