Usted está aquí: jueves 7 de junio de 2007 Opinión Antrobiótica

Antrobiótica

Alonso Ruvalcaba

Todos contra todos

Ampliar la imagen El perro fue parte de la dieta azteca. En la imagen, un xoloezcuincle El perro fue parte de la dieta azteca. En la imagen, un xoloezcuincle

I

BUENO, SI, COMEMOS perro. Y no vamos a dejar de hacerlo porque Brigitte Bardot, la mujer que Dios creó, haya dicho en su delirio que comer perro "deteriora mucho la imagen de un país". Pff. Ya conocemos las citas, ya el Aztecs of Mexico (1944), en el que G.C. Vaillant escribió que el perro era parte de la dieta azteca, "aunque nunca se usaba como bestia de carga"; ya las encantadoras descripciones de Bernardino de "los perros que se llaman tlalchichi, baxuelos, redondillos, son muy buenos de comer". Ya sabemos que Aristóteles los encierra, junto con los puercos, en el grupo de los synanthropeuómena, los animales que hacen simbiosis con el hombre, pero que en la Grecia clásica, según Dalby, "ambos se comían, aunque el perro, kyon, no era un alimento que enorgulleciera"; también que el autor del hipocrático Régimen recomienda incluir perro rostizado en algunas dietas, carne de cachorro en otras, y que Simmonds (1859) reportaba, desde las islas Sándwich, perros comestibles, criados tan sólo con vegetales, "taro, principalmente". (También existe, obvio, la posición inversa de quienes alimentan a sus perros con una humanidad que los demás reservan para otros asuntos. En casa de mi abuela -un predio gigantesco, con sala de conciertos y fuente- Bófer, su dóberman, comía estofados de carne de res o pollo, papas, zanahorias, cebollas, infinitamente más sabrosos que aquel modesto arrocito con elote o las plásticas rebanadas de queso panela que infligían a los nietos. El chef Jean-Georges Vongerichten recuerda los guisos de patas delanteras de conejo con ejotes y arroz que cocinaba para 20 perros los domingos en L'Auberge de l'Ill, el primer restaurante en que trabajó en Estrasburgo. Daniel Boulud no ha olvidado el enorme cuenco en que cocinaban con fines caninos una sopa con pasta, frijoles, costras de queso y costillas de res en la granja lyonesa en que creció...) Hace unos días Mark McGowan puso una mesa en una calle de Londres y se comió un perro empanizado, un corgi, la raza favorita de la reina Isabel. ¿A quién le importa ya?

II

Y ES QUE, de cualquier modo, ellos nos van a comer a nosotros. (Por mí adelante, francamente.) En enero The Hindu publicó una noticia: una chusma de nueve perros callejeros cogió a una niña de ocho años en el distrito de Chandra, Bangalore, India. La arrastraron por la calle; gente los vio: les tiraban piedras, pero ellos continuaron su indiferente tarea; le arrancaron, para comerlos, pedazos de carne, de cuero cabelludo. En toda esa mañana hay un cierto sabor de fin de mundo. (Recuerdo aquel falso libro que menciona Borges, El acercamiento a Almotásim, cuya falsa segunda edición apareció en Londres en 1934. Comienza en Bombay, en una noche también de presagios funestos; al protagonista, en algún momento, lo persigue "una chusma de perros color de luna: a lean and evil mob of mooncoloured hounds".) Hay por ahí un soneto del logos del fin del mundo; comienza así: En China nació un niño con seis brazos/ irónico shivita pekinés;/ en San Francisco un setter irlandés/ dejó a una pobre vieja hecha retazos/ de huesos y de tripas y excremento;/ ayer entre el granizo vi una rana/ bebiéndose su imagen del cemento..." Hace un tiempo, famosamente, un pobre diablo, quién sabe con qué fin, se cortó el pito. Lo tenía en la mano, pero el dolor imposible lo hizo dejarlo caer. Su perro, cuyo nombre quisiera yo saber, lo recogió, jugó un rato con él y después se lo comió. (También existe, obvio, la posición inversa de los perros que nomás no se alimentarían de un ser humano, como aquel que aparece, creo, en una página de Jack London y que se niega a darle una probada a su amo muerto, aunque en esa negación pierda la vida; o a los que, sencillamente, no se les antoja, como el perro de Ferlinghetti, que pasa por el mercado de carnes de San Francisco y nosotros sabemos que "he would rather eat a tender cow/ than a tough policeman/ though either might do...")

Y ESTA EL más cabrón de los festines que los perros se hayan dado con un humano. Se trata de la metamorfosis de Acteón, contada por Ovidiux y recontada por Ted Hughes en sus Tales from Ovid. Acteón sale de caza con sus perros; en un recodo ve a Diana y a sus ninfas. La belleza de Diana está desnuda; una ninfa la peina, otra sostiene su jabalina, otras la descalzan. A Acteón lo detiene una atonitud [*] irrompible. Obviamente lo descubren. Fúrica, la diosa busca un arma, pero sólo hay agua a la mano; toma un poco y se la lanza a los ojos. En ese momento el cuello de Acteón se alarga, le crece una cornamenta, sus manos son pezuñas, y sale de ahí, sorprendido de su ligereza, y grita pero de su hocico no sale una voz, sino un balido, y su cara de ciervo se llena de lágrimas, del dolor de una mente aún humana. Entonces lo encuentran sus perros. El primero es Pelampus, y el reflexivo Icnobates, luego toda la jauría, como una tormenta que cruza el bosque, Neprophonus, fuerte como un jabalí, y Theras, Nape, cuya madre era una loba, y la agudísima nariz de Agre, y los demás, Asbolus, todo negro, Lacón con hombros como un león, Aello, más rápido que los lobos, y otros, demasiados para nombrarlos... Y Acteón, que tantas veces los había urgido a no soltar a su presa, ahora trataba de librarse de esas fauces, que se llenaban de su carne, y su cabeza y su cornamenta se desvanecieron como el brazo de un hombre que se ahoga... Y sólo cuando el último bocado de la vida de Acteón le fue arrancado de los huesos, sólo entonces la ira de Diana, diosa de la flecha, halló paz.

III

PERROS O HUMANOS: ¿a quién le importa ya esta carnicería? En Remember the Night (1940), que escribió Preston Sturges, el personaje de Barbara Stanwyck dice: "El bien y el mal son iguales para toda la gente; las cosas buenas y las cosas malas son lo diferente... Como en China, allá comen perro". A uno de los grandes guionistas del cine clásico de estudio, evidentemente, todavía le importaba. A mí, evidentemente, no.

*[Nota.] Los diccionarios no registran "atonitud", el pasmo de ver una cosa demasiado tremenda u horrible o extraña. Tampoco el corpus de Davies, que tiene 100,000,000 de palabras. Que yo sepa, sólo ha aparecido una vez, en un texto de G. Lara V.: "Con una curiosidad elemental frente a tu cuerpo, imaginé que despertabas de golpe. Sentí un desmayo agudo y breve, defectuoso. Te quité la mirada de encima y disolví mi atonitud en la cartilla médica"

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