Usted está aquí: jueves 7 de junio de 2007 Opinión Semana luctuosa

Margo Glantz

Semana luctuosa

Varias noticias tristes la semana pasada: mueren Ricardo Guerra y Juan José Gurrola, cuyo cuerpo se veló en Bellas Artes el sábado 2 de junio y el mismo día se celebró una misa solemne en honor de Mercedes Iturbe en la iglesia de Santo Domingo.

Ricardo Guerra un viejo amigo, compañero de andanzas en París, casado entonces con Lilia Carrillo, la gran pintora, y yo con Paco López Cámara, ambos fallecidos hace tiempo. París: década de los 50, en la Casa de México, Ciudad Universitaria, junto con Enrique González Pedrero, Julieta Campos, Jorge Portilla, Ramón Xirau, Manuel Felguérez, Horacio Torres -pintor, hijo del famoso Torres García- Salvador Elizondo, Víctor Flores Olea, Porfirio Muñoz Ledo y muchos otros mexicanos más. Ricardo trabajaba su tesis de doctorado en filosofía con Yankélévich, sobre ''El problema del cuerpo en Merleau Ponty", leía a Casanova, nos divertía con su ironía, su mirada pícara y su enorme curiosidad.

Nos conocíamos desde antes, Ricardo y un grupo de discípulos de José Gaos, Leopoldo Zea, Luis Villoro, Emilio Uranga, Jorge Portilla, Francisco López Cámara conformaban o discutían con el grupo Hiperión que seguía los dictados del existencialismo; por supuesto, Heidegger y Sartre estaban a la moda y los filósofos trabajaban sobre la esencia de lo mexicano: ya se habían publicado libros fundamentales sobre ese tema: en 1934, El perfil del hombre y la cultura, de Samuel Ramos -director de la Facultad de Filosofía y Letras al final de los años 40- y en 1949 El laberinto de la soledad, de Octavio Paz.

Más tarde, después de Leopoldo Zea, Ricardo, ya divorciado de Rosario Castellanos, sería director de la Facultad de Filosofía durante ocho años, en el rectorado de Soberón. Dato curioso: magnífico expositor en clase o en la radio (Hegel, Heidegger), Ricardo dejó poca obra escrita.

Juan José Gurrola, lo sabemos bien, es una figura irremplazable. Su locura genial, como la de varios de sus compañeros de generación -Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Jorge Ibargüengoitia, Elizondo-, marcó una época de la cultura en México y definió una manera de hacer teatro. Recuerdo puestas en escena memorables en la Casa del Lago; Landrú, de Alfonso Reyes; La cantante calva, de Ionesco, cuyas primeras obras, junto a las primeras de Beckett, yo había visto representadas en París en tiempos del Teatro del Absurdo y Gurrola no sólo soportaba la comparación sino que podría decirse que la superaba. Luego vinieron La noche de los asesinos; obras de Harold Pinter; Roberte, ce soir, de Klossowski -objeto de una pequeña y magnífica exposición en el Pompidou hace pocos meses-, admirado por García Ponce, quien tradujo sus obras y sobre quien escribió magníficos ensayos.

Sobresale, si puede usarse este verbo al hablar de las puestas en escena que produjo Gurrola, Lástima que sea puta, del escritor isabelino John Ford, representada en el pequeño teatro universitario de Santa Catarina. Puesta extraordinaria de la que estuve a punto de escribir mi más magistral ensayo sobre teatro (ocupación que durante años tuve) en el suplemento Sábado!, de unomásuno, cuando lo dirigía Fernando Benítez; texto fallido o mejor dicho nunca escrito, debido a un accidente memorable: regresaba yo intempestivamente a mi casa desde la Facultad de Filosofía para escribirlo una mañana, cuando me encontré, tirados en la alfombra de la sala y dedicados a la tradicional y placentera ceremonia de hacer el amor, a una pareja de chiapanecos que por entonces trabajaban conmigo. No me ofrecieron ninguna disculpa, al contrario, después de recoger con tranquilidad su ropa interior, color rosa mexicano la de ella, me anunciaron que se iban porque yo los estaba espiando. Su partida y su felicidad me produjeron tal conmoción que ya nunca pude escribir el famoso texto.

Una hermosa ceremonia a la que acudieron muchísimos de sus amigos, sus hijos, sus familiares, fue la misa dedicada a Mercedes Iturbe. Ahí se dirigió y cantó el Requiem de Mozart y se leyó un fragmento de un diario de Mercedes, cuya bella efigie presidió la misa, donde el padre Julián Pablos, su gran amigo, le dedicó justas y sonoras palabras y, como Gurrola, quien antes de morir dejó instrucciones para que todos sus alumnos de la Facultad de Arquitectura recibieran el pase automático al más allá, el sacerdote nos absolvió universalmente de todos nuestros pecados y quienes aún respetan los sacramentos de la Iglesia católica, refrendaron esa absolución comulgando.

 
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