Usted está aquí: lunes 4 de junio de 2007 Deportes Silverio Pérez y El Pana, en San Isidro

Silverio Pérez y El Pana, en San Isidro

LUMBRERA CHICO

Con una corrida de rejoneo terminó ayer en Madrid el acontecimiento taurino más importante del año. Durante cuatro semanas y media, de lunes a lunes en punto de las siete de la tarde, la Plaza de Las Ventas registró llenos invariables, algunos más espesos que otros, y vio hacer el paseíllo a las figuras de ayer y de ahora que se enfrentaron a los más diversos encierros de todas, o casi todas las procedencias. No hubo sorpresas: los toreritos que hace meses en la México demostraron que nada traían en la espuerta lo confirmaron en la capital española. César Jiménez, Serafín Marín y el hijo del Capea reiteraron lo que ya nos habían dicho, es decir, que son prescindibles. Otros, como Nijinsky de Valencia, se arrimaron como nunca lo harán en nuestro país ante bichos de catadura impresionante.

Hubo también ocasión de ver a maestros que nunca alcanzaron la gloria, como José Francisco Esplá o Manuel Jesús El Cid, y a todos los del montón. En cualquier caso, más allá de la estadística y la informática, lo que vale es aquello que se queda grabado en la memoria, y aunque no fueron los únicos que en una sola tarde cortaron dos o más orejas, requisito ibérico indispensable para salir a hombros, Julián López El Juli y Sebastián Castella realizaron las faenas más sentidas, emotivas y meritorias, si bien comparadas entre sí la del francés el 18 de mayo seguramente se impondrá como la mejor de San Isidro.

Quienes la vieron recuerdan y relatan que después de cuajar al toro por ambos lados, embebiendo esos colosales pitones en los vuelos de la muleta, Castella se perfiló para entrar a matar y, por insólito que parezca, estaba sonriendo. En una circunstancia en que el triunfo, la cornada o el olvido dependen del instante en que la punta del estoque se dirija al morrillo de la bestia para tratar de partirle el corazón; en ese mínimo lapso en que se cortan o se pierden los trofeos, todos los toreros del mundo ponen cara de suprema seriedad.

Castella, sin embargo, sonrió al cerrar el ojo izquierdo para afinar la puntería, como diciéndose que pasara lo que pasara lo principal ya estaba hecho, que se había deleitado a sí mismo toreando a plenitud y lo demás era lo de menos. Con esa convicción y ese reposo echó la franela a los belfos del rumiante y cuando éste reaccionó acometiéndolo se le fue encima estirando el brazo y hundiéndole el acero hasta los gavilanes.

Ahora Madrid aguarda una nueva feria, de muy reciente creación, para conmemorar la construcción de Las Ventas, inaugurada hace más de 70 años. En los carteles de ese serial estarán El Juli y Castella y, para mayor gozo de Pepe Cueli, su torero, el gitano José Antonio Morante de la Puebla, se encerrará con seis pavos en una función benéfica o algo así. En el curso de la isidrada, la prensa peninsular habló de todo cuanto hay en el microcosmos de la tauromaquia y las únicas referencias de mexicanos fueron Silverio Pérez y su majestad Rodolfo Rodríguez El Pana, aunque ambas evocaciones fueron más bien ridículas. Al de Apizaco lo pintaron como "romántico que sólo espera el amanecer para echarse un trago", y del Faraón de Texcoco se dijo que "nadie expresó como él la apatía, la desidia de su raza vencida". En cambio nadie habló de los que siempre boicotearon al Pana como El Zotoluco, Orteguita y otras pequeñeces.

 
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