Usted está aquí: domingo 3 de junio de 2007 Espectáculos Lisa Gerrard trajo la verdad en la forma transfigurada de su canto

Cerró su gira en el Lunario con temas de su más reciente disco The Silver Tree

Lisa Gerrard trajo la verdad en la forma transfigurada de su canto

La ex integrante de Dead Can Dance sólo necesitó de su voz y dos músicos para encantar al público

La coreografía de sus manos trazó en el aire las formas que dibujaba con sus letras

PABLO ESPINOSA

Ampliar la imagen Lisa Gerrard, durante su actuación en el Lunario Lisa Gerrard, durante su actuación en el Lunario Foto: Fernando Aceves

Su voz es un santuario, sus manos funcionan como antenas de energía; su rostro, la concentración exacta de luz que impele a quien la observa, a quien la escucha, hacia ese lugar inenarrable, fuera de este mundo, pero muy adentro, donde todo es armonía, esferas, curvas sinuosas, suaves de felicidad y encanto. El espectador entra en un estado de trance, queda en un estado de gracia, flota en un encantamiento tal que detiene la noción del tiempo, del espacio. Se abre el cosmos. Ha iniciado el recital de Lisa Gerrard.

Es la noche del primer día del mes sexto del año 2007, es luna llena y ocurre el último concierto de la gira que inició Lisa Gerrard hace dos meses en su natal Melbourne, Australia, y que culminó hace dos lunas en El Lunario, 27 años después de haber dado a luz a uno de los grupos seminales de la música contemporánea: Dead Can Dance, 46 años después de haber nacido, un 12 de abril y enseguida comunicarse con los humanos mediante el canto antes que con palabras, para después vestirse, comportarse, vivir como una persona normal, pero para todos es evidentísimo que se trata de un arcángel que vino a traernos la verdad en la manera transfigurada de su canto.

La tempestad en calma

Porque, ¿quién sino un ángel puede cantar una pieza que se titula Tempestad y lo que suena es la paz más absoluta que pueda anhelar un alma, atribulada, en calma o en febril germinación?

Tempestad, al igual que Sacrifice, forma parte de su disco Duality, que grabó con Pieter Bourke en 1998, tres años después de su primera grabación solista, The Mirror Pool y también suenan esta noche, que es la primera de junio, piezas de su más reciente disco solista, The Silver Tree (El que susurra en el mar; La estrella divagante; El tejedor de espacios), así como clásicas de Dead Can Dance (El huésped del serafín; El viento que mueve el trigal), una gema de This Mortal Coil (Los sueños convertidos en cuerpos) y una canción de cuna, forman parte del conglomerado de cancion-poemas de su recital de música de cámara.

El acompañamiento instrumental está constreñido y por lo tanto expandido a los teclados de su antiguo camarada John Bonner, el tecladista de Dead Can Dance, el piano acústico del joven Michael Edwards y la complicidad en coros de su amigo de la infancia James Borr, quien diseñó el vestido de color de cielo de alborada y también el manto albo de la segunda parte del concierto.

La coreografía de manos, brazos, el entrechocar de sus tobillos descansados sobre zapatillas del color del lapislázuli, así como el entrecruzamiento de sus pantorrillas en el momento del clímax idéntico al de las grullas en apareamiento, es creación de arcángeles, personificados en Lisa Gerrard, cuya sonrisa de niña ilumina todo el tiempo sus párpados que dejan ver la luz poderosísima que nos baña todo el tiempo.

La sucesión de piezas, como en una ilación de hipnosis, serie de mantras enlazadas en un sueño, sucede cada vez que su sonrisa enciende el universo, cierra nuevamente los ojos, extiende los brazos con terminaciones en aves: sus manos que vuelan/danzan todo el tiempo y de esa concentración de energía, que reproduce sin quererlo la estatuaria de Degas en su serie de niñas bailarinas de piel de bronce, alma de serafines y tutú de hadas, surge un nuevo milagro, que ahora inicia con un rango canoro de contralto pero que va más allá, hacia las tonalidades más extraordinariamente graves que se puedan concebir sin dejar de pertenecer al reino de lo femenino, para enseguida, en un gesto súbito más lento y más veloz que un parpadeo que es igual al aletear de mariposas, pasa hacia el registro más agudo de soprano, pero más allá, en un agudo que nunca rompe el vidrio, que nunca rasga el velo sino que al contrario, aquilata toneladas de caricias, andanadas de gestos de ternura, avasallamiento de besos y sonrisas. Así de poderoso emerge cada vez su canto.

Coreografía celeste

La danza de sus manos, antenas celestes que forman coreografías de parvadas de alondras en ascenso, coronan sus curvas de alhelíes, su blancura arcangélica en un vuelo lento, en una parsimonia veloz de colibrí que conecta de súbito con el universo entero. Es de esa manera como su canto pone en trance de inmediato a quien la escucha, a quien la observa. Es de tal talante el procedimiento alelante de su canto que los mortales que presenciamos tal milagro quedamos petrificados y al mismo tiempo liberados, en una comunicación instantánea, liberadora, con la divinidad, con la inocencia, con lo más pueril de lo más elaborado. Es un canto metafísico cuya poética envuelve, tritura, cobija, protege, cura, salva, detona, fortalece, enseña, protege, ilumina y nos vuelve más humanos, más divinos. De repente, si uno voltea y observa a la multitud que durante dos horas se mantuvo de pie si chistar, si aletear siquiera, se percata de que una flamita de fuego suave pero incandescente los corona, a todos y a cada uno, convertidos por esa gracia en ángeles frente al gran espejo arcangélico, ella, enfundada en un vestido color cielo álbeo y que nos pone besos en la frente con la última danza de sus largas, níveas manos.

La primera luna de junio nos trajo una bendición del tamaño del universo en el canto sin palabras, en el arte inenarrable de un arcángel cuya voz es un santuario.

Lisa Gerrard brilla en su luz eterna desde entonces para siempre.

Gloria in excelsis.

 
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