Usted está aquí: viernes 1 de junio de 2007 Opinión Tierra, terruño, territorio

Andrés Aubry/ I

Tierra, terruño, territorio

1. La defensa de territorios indígenas. En el país ya no hay puertos de pesca, se convirtieron en estacionamiento de yates, una millonada que no sirve a sus dueños sino sólo un par de semanas al año. Ni playas para pescadores, se las tragaron los hoteles. Ni bosques y selvas, sino escenarios artificiales ya contaminados para el distinguido turismo de aventura. Ni pastizales, sino terrenos de golf; ni ríos, sino drenajes abiertos; ni paisajes campesinos, sino parques turísticos; ni paisajes callejeros de antoñonas ciudades, sino disneylandias coloniales. La Conquista neoliberal arrebata tierras como hace 500 años, destruye terruños para construir territorios regalados a cosechadores de divisas.

La tierra en un sentido amplio es el planeta Tierra que Edgar Morin llama la Tierra Patria; los indígenas, la Madre Tierra; Saint-Exupery, la Tierra de los Hombres. En concreto, el terreno con el cual uno toma raíz en ella es una realidad necesariamente colectiva de quienes la trabajan y la garantía de la libertad de quienes la habitan: Tierra y Libertad. Como la calle y la libertad que en ella normalmente circula, no es de nadie, porque es el espacio colectivo de todos los que la animan, en ellas se expresan, gozan o luchan, le dan vida.

El terruño es la patria chica, mi memoria desde la niñez, lo que añoran el migrante y el exiliado, lo que sepulta mis muertos, lo que el Principito llama su rosa con su compañero el zorrito: la materialidad, la vida y la animalidad del hombre y la humanización de la materia, de la vida y del animal hospedados en este terruño. Terruño es inseparable de cariño.

El territorio es el espacio reapropiado por un pueblo, el patrimonio del first people, el pueblo originario que lo ha habitado y modelado en el transcurso de los siglos (acuerdos de San Andrés y Convenio 169 de la OIT), el que alberga la raíz y las ramificaciones actuales de su historia. Tiene y genera soberanía.

Tierra, terreno, terruño y territorio (banamil, osil, y la secuencia lum, jteklum, lumaltik de los tzotziles y tzeltales) y lo que contienen no se venden ni se compran ni se confiscan porque son de los muchos que le deben su existencia colectiva, histórica, cultural, un bien colectivo transgeneracional, la garantía de la existencia futura de quienes los marcaron y los siguen marcando de su sello per secula seculorum. Juntos son una herencia cósmica, un llamado histórico, una memoria activa.

Esto, nos lo recordó la comandanta Kelly en San Cristóbal al salir para la decimoprimera etapa de la otra campaña, el 25 de abril de 2007, identificándola como la Defensa del Territorio: Para los pueblos indígenas, campesinos y rurales, la tierra y el territorio son más que trabajo y alimento: son también cultura, comunidad, historia, ancestros, sueños futuro, vida y madre. Pero desde hace dos siglos el sistema capitalista desruraliza, expulsa a sus campesinos e indígenas, cambia la faz de la Tierra, la deshumaniza.

Metiendo las cosas en su lugar, la flora y la fauna realmente existentes no son obra de la sola naturaleza. Son, para bien o para mal, el fruto circunstancial de un milenario matrimonio entre la naturaleza y la humanidad, es decir, un producto de la historia. Su autor y actor son un sujeto histórico colectivo: los pueblos, cuyos instrumentos han sido sus culturas y su saber global acumulado que, como empieza a reconocerlo la ecología, atinó más que el presunto conocimiento parcial de los científicos.

La naturaleza sola generó el mar, la jungla (la vegetación espontánea del trópico húmedo) y el monte (ídem en tierra fría o templada), las estepas, los desiertos, etcétera. En el transcurso de la historia, el hombre los ha transformado todos en paisajes: los pueblos pescadores o marineros han trazado rutas océanas, construido puertos y diques, escogido y arreglado playas; los mayas han transformado la jungla en selva; los pueblos agrícolas, el monte en una asociación de bosques y parcelas de cultivo; los pueblos de pastores y cazadores hicieron habitables sus estepas al tratarlas como praderas y pampas; los beduinos, al surcar desiertos, hicieron surgir oasis y tendido rutas con sus cruceros.

La naturaleza real opera históricamente desde su longevo matrimonio con el hombre. El hombre humaniza todo lo que toca, lo civiliza y se lo reapropia. La mano del hombre, donde sea y progresivamente, es visible en todo: en las montañas, en el agua, en el suelo, el cielo y el aire, es decir, transforma el planeta tierra en hogar: la tierra de los hombres, a partir del territorio (su reapropiación por un pueblo) colectivamente elegido para que fuera su tierra allí donde, dadas circunstancias evolutivas, era lo mejor porque su sabiduría lo había optimizado en función de sus deseos, sueños y proyecto de vida.

La fauna humana también -no es despreciativo- es huésped de la naturaleza y como tal, autor y actor - hasta de calidad- del devenir ecológico.

 
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