Usted está aquí: domingo 20 de mayo de 2007 Opinión Eréndira, la indomable

Carlos Bonfil

Eréndira, la indomable

Eréndira, la indomable, de Juan Mora Cattlet, se estrena y sobrevive en cartelera, de modo sorprendente y en el momento menos favorable. Desmiente así los pronósticos negativos de quienes llegamos a pensar que no podría resistir el doble fenómeno de El hombre araña 3 y El violín, cintas muy exitosas, y de las múltiples variantes del cine de terror (Apariciones, Premoniciones, y títulos similares) que hoy llenan las salas comerciales. La prolongada ausencia de Mora Cattlet en estas salas no parece haberle afectado mayormente, y sus insistencias temáticas -tan personales y novedosas, siempre alejadas del cálculo rentable- parecen encontrar de nuevo un público atento, tal vez tan sorprendido con sus exuberancias visuales, sus texturas cromáticas y revisiones mitológicas del pasado indígena, como aquél que a principios de los noventa asistiera a Retorno a Aztlán, su película más memorable.

Eréndira la indomable o Eréndira ikikunari propone, a partir de una leyenda purépecha, la historia de la joven tarasca que montada en un caballo desafió a los conquistadores españoles que asediaban a su población, luego de contravenir las costumbres locales que negaban a la mujer una calidad de guerrero. La historia ha quedado registrada en el Códice de Relación de Michoacán y también en murales de Edmundo O'Gorman -que Cattlet descubrió al realizar un documental sobre el artista. Poco importa, en definitiva, si Eréndira fue un personaje real o mítico, lo que más le interesa al cineasta es plantear una visión de la Conquista totalmente opuesta a la representación tradicional: este acontecimiento o un episodio de él, capturado desde la óptica de los indígenas; ya no sólo una visión de los vencidos, sino también de las luchas fratricidas, la resistencia desesperada, la capitulación final y este episodio heroico, inscrito en la leyenda popular, sorpresivamente protagonizado por una mujer guerrera.

El tono crepuscular de Retorno a Aztlán, donde un indígena imploraba solitario el favor de los dioses para salvar a su comunidad de las sequías interminables, sólo para acabar incomprendido y sacrificado por los suyos, ha sido remplazado aquí por una representación más luminosa, donde Eréndira (Xochiquetzal Rodríguez) es, con su determinación y temeridad, una figura emblemática de la resistencia. En su ilustración de la leyenda, el realizador recurre de modo insistente a artificios no siempre afortunados: sobreimpresión de figuras del códice al lado de personajes reales, enmascaramiento caprichoso de los españoles, énfasis en el carácter temible y socarrón de los invasores, quienes pierden mucho de esa complejidad dramática que tenían en Cabeza de Vaca, de Nicolás Echevarría, por ejemplo. Se entiende que el propósito de Mora Cattlet no es la crónica realista, la relación puntual de los hechos, sino incursionar en los terrenos de la mitología popular, exacerbando las fantasías y temores de los conquistados, difuminando la identidad de los agresores, subrayando su mezquindad moral y su codicia, todo para exaltación de la heroína y de su gesta casi sobrenatural. Leyenda circular: Eréndira lucha por su pueblo y el combate la vuelve inmortal.

Lo que seducía en Retorno a Aztlán, más allá del prometeico itinerario de Ollín, campesino traicionado, era la solvencia plástica del cineasta artista, sus escenografías delirantes, los diseños geométricos en los cuerpos recubiertos de arcilla, los colores y las texturas que de modo muy libre rompían con la solemnidad y el acartonamiento de otras representaciones de lo prehispánico, entre ellas la muy fallida Ulalama, el juego de la vida y la muerte (1986), de Roberto Rochín. En Eréndira la indomable, cinta hablada en lengua purépecha, el director gana de nuevo la apuesta artística, con un buen arranque visual y dramático, con la incandescencia de un juego de pelota nocturno, con el aprovechamiento escenográfico de la región volcánica del Paricutín, todo sin ampulosidades estéticas, y una vez más con la controlada fotografía de Toni Kuhn. Eréndira, amazona tarasca, ha transformado sus actos de rebeldía guerrera en un vigoroso gesto de afirmación personal.

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