Usted está aquí: miércoles 16 de mayo de 2007 Política Sin expectativas, la conferencia de Aparecida

Bernardo Barranco V.

Sin expectativas, la conferencia de Aparecida

Han dado inicio los trabajos de la quinta conferencia general del episcopado latinoamericano con 266 participantes, 162 miembros, entre cardenales y obispos; 81 invitados, ocho observadores y 15 peritos. Los organizadores han estimado otorgar mayor peso a los cuerpos episcopales, por lo que la reunión de hecho inicia con las intervenciones de los presidentes de las diferentes conferencias episcopales que conforman el CELAM. Por ejemplo, el representante de la Conferencia Episcopal de Chile, Gonzalo Duarte García, ha propuesto a los obispos reunidos en Aparecida hacer "un valiente examen de conciencia respecto de nuestra fidelidad al Evangelio y a los acuerdos y orientaciones de las anteriores Conferencias Generales del Episcopado de América Latina y El Caribe". No basta, dijo, encontrar explicaciones sobre la baja de creyentes en la región: en las condiciones exógenas es necesario realizar una autocrítica.

Cabe resaltar que la reunión de Aparecida se ha iniciado con mucho menos presión política y mediática que las dos últimas conferencias: Puebla 1979 y Santo Domingo 1992, probablemente porque la expectativa está menguada y porque los niveles de disputa interna son menores. En Puebla se enfrentaron posturas antagónicas en torno a la teología de la liberación que fueron dirimidas de manera contundente por el discurso inaugural leído por Juan Pablo II. En cambio, en Santo Domingo las tensiones se desataron en torno al excesivo protagonismo e intervencionismo de miembros de la curia romana que tomaron por "asalto" la conferencia. Desde entonces la región latinoamericana ha visto mermada su autonomía y ha soportado un exagerado centralismo del Vaticano, que en numerosas ocasiones ha sido cuestionado por aquellos episcopados más independientes, como el alemán, francés y estadunidense.

A diferencia de la conferencia de Medellín 1968 y la de Puebla, en Aparecida se presenta una desproporción notable de obispos que podríamos llamar de alguna manera "progresistas", o abiertos a posibles cambios y que representarían tan sólo 10 por ciento; frente a una aplastante mayoría de obispos conservadores en el mejor de los casos.

Destacan entre los episcopados más conservadores las delegaciones de Argentina, Perú, Colombia y, por supuesto, México; en contraste, los obispos brasileños se perfilan como el grupo más proclive a introducir innovaciones pastorales y distancia frente Roma, que ya es mucho.

Entre los participantes no hay muchos personajes carismáticos, la media luce opaca y gris. Tampoco prelados con una capacidad de discernimiento intelectual ni teológico profundos; este generalizado perfil anodino es fruto de los nombramientos y del relevo generacional que operó el pontificado de Juan Pablo II y que ha dado por resultado una jerarquía más disciplinada a Roma, pero con menor personalidad y gravitación, tanto en el interior de la propia Iglesia como en las diferentes naciones latinoamericanas.

Participantes de la conferencia de Aparecida nos han expresado que el mensaje inaugural de Benedicto XVI fue bien recibido en general. Con claroscuros resaltan que se pueden recuperar los contenidos sociales, pues en el discurso y otros mensajes del Papa en Brasil ha cuestionado las estructuras de injusticia y de pobreza generalizadas en la región, marcada por las inequidades y desigualdades. Este puede ser un buen punto de partida para que el compromiso social de los católicos en el continente vaya más allá de la caridad cristiana, el asistencialismo y el rumbo ramplón filantropista que las clases medias, ligadas a la Iglesia, han asumido de manera paternalista.

La referencia de Benedicto XVI a la amenaza de regreso del autoritarismo en América Latina ha generado polémica. Recordemos sus palabras exactas: "En América Latina y el Caribe, igual que en otras regiones, se ha evolucionado hacia la democracia, aunque haya motivos de preocupación ante formas de gobierno autoritarias o sujetas a ciertas ideologías que se creían superadas, y que no corresponden con la visión cristiana del hombre y de la sociedad". El concepto de gobiernos autoritarios en América Latina va de la mano con las sangrientas dictaduras militares y parece desproporcionada la analogía con los nuevos gobiernos de izquierda; tal comentario puede romper la distensión que gobiernos e iglesias locales han establecido a duras penas en Venezuela, Cuba y Nicaragua.

En realidad, es manifiesta la preocupación de Roma por las crecientes discrepancias y tensiones entre algunos gobiernos latinoamericanos y episcopados; es largo el recuento de roces. Por ejemplo, en Argentina desde 2005 las relaciones son tensas; el detonante fueron las declaraciones del obispo castrense Antonio Baseotto ante la postura del ministro de Salud favorable al aborto: "nuestro Señor afirma que los que escandalizan a los pequeños merecen que le cuelguen una piedra de molino al cuello y lo tiren al mar", aludiendo a los vuelos de la muerte de la dictadura. Hace unos días Néstor Kirchner aludió a las complicidades y silencios de la Iglesia durante las dictaduras. En Brasil, sectores conservadores han cuestionado las acciones gubernamentales de control natal y para prevenir el sida, así como la corrupción y falta de eficiencia para enfrentar la pobreza. Lula, en tanto católico se declara contra el aborto, pero como presidente respetará la voluntad popular. En Chile, Michelle Bachelet -divorciada, madre soltera y atea- ha sido duramente criticada como "totalitaria" por la conferencia episcopal de aquel país por favorecer la píldora del día después. En Bolivia, Evo Morales reivindica el reconocimiento de las religiosidades precolombinas y ha anunciado el carácter laico del Estado, suscitando tensión con la Iglesia. En México, la batalla entre el cardenal Norberto Ribera y los asambleístas desató inculpaciones y amenazas de excomunión en torno a la despenalización del aborto en el DF.

Podríamos ahondar en las particularidades de los diferentes países latinoamericanos, pero el hecho real es que las relaciones entre los episcopados y muchos gobiernos pasan por momentos de tensión, reacomodo y búsqueda de nuevos equilibrios. Son datos que Aparecida deberá afrontar antes que condenar.

 
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