Usted está aquí: lunes 14 de mayo de 2007 Opinión ¿Cuál es la prioridad?

Rolando Cordera

¿Cuál es la prioridad?

¿Qué va primero? ¿Las instituciones necesarias, las reformas deducidas del libro de texto o el informe más reciente del Banco o el Fondo, o la política? Esta es una pregunta persistente en la economía del desarrollo, en particular en aquella que se propone ser economía política y abreva en la historia, la o las culturas nacionales a lo largo de la evolución capitalista (por lo menos) y en las configuraciones diversas del Estado y el poder a que ha dado lugar el despliegue de un "modo de producción" que sólo existe en cuanto tal en el universo siempre esquivo y equívoco de las simplificaciones.

No hay respuesta contundente y definitiva a preguntas como éstas, pero a medida que avanza el proceso de globalización y sus paradojas nos abruman es cada vez más claro que el gran desafío del desarrollo moderno en la globalización no admite respuestas únicas o universales, deducidas de principios de doctrina. Lo que más bien se requiere es de mucha imaginación sociológica y política y de grandes dosis de heterodoxia que abran el campo a iniciativas ideosincráticas congruentes con las peculiaridades nacionales o locales, según sea el caso.

Ser heterodoxos en cuanto a la doctrina y ortodoxos en cuanto a poner por delante el interés nacional, parece ser ya lección robusta de las experiencias exitosas de los últimos 20 años, en la difícil disciplina de "nacionalizar" la globalización en vez de caer de hinojos ante sus engañosas promesas. Lo que significa poner por delante y al mando a la política sin caer víctimas de las trampas de un pluralismo imaginado para evitar que desde el Estado se tomen decisiones impertinentes.

Precisamente a lo que renunciamos en México, desde que ante la crisis del Estado y de la economía los grupos gobernantes decidieron globalizarnos a paso veloz y reformar el Estado por la vía que se entendía como más expedita y que consistía en lo que Fernando Fajnzylver llamaba la jibarización del Estado, dejando al mercado lo demás. La ironía de esta historia es que fue en este tiempo cuando irrumpió el reclamo democrático y las masas afectadas por el cambio tomaron nota de su situación mayoritaria

En medio de una nueva quema acelerada de instituciones, que amenaza con dejarnos inermes tanto en la política como en la seguridad pública, no sobra reiterar estas enseñanzas, como todas provisionales, pero que pueden servir para reorientar una reflexión convertida en gran medida en tributaria de los bites y los jingles del globalismo y distanciada del diagnóstico cuidadoso y de la obligada referencia a la historia y los usos y abusos del Estado y del poder en que nos hemos debatido en los últimos lustros. Volver a empezar, si se quiere, pero ahora con las ventajas de una experiencia adquirida a golpe de pico, pala y demasiadas y agresivas crisis económicas, que deterioraron el empleo y dañaron de fondo nuestras capacidades productivas, en especial aquella que lleva a pensar en grande y para el largo plazo, es decir, imaginar el desarrollo y atreverse a "construir el futuro" según la frase feliz de José Antonio Ocampo.

La pérdida de competitividad o el agotamiento de las reservas petroleras, el espectro de la inseguridad o la cercanía de la anomia, podría inducir a una detallada reconstrucción de los datos básicos del presente, que permitiera evitar que en la ronda de reformas del Estado que viene, cometiéramos los mismos errores. "Jamás probar. Jamás fracasar. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor", dijo Beckett. Así transcurrió nuestra historia del desarrollo en el siglo XX, prueba, error, acierto, tumbo, hasta que se agotaron los mecanismos correctivos y adaptativos de la política y de la economía, el Estado cayó en un autismo progresivo y el corto plazo, que es propio del mercado y de los negociantes, se apoderó de la imaginación nacional y ahora de la política. Se pierde así el sentido de Estado y la mitomanía se vuelve varita mágica, hasta que el despertar del monstruo de la violencia criminal organizada nos pone frente a la posibilidad de la demolición.

Adoptar no es sinónimo de adaptar pero aquí, a fuerza de importaciones sin control, lo hemos convertido en un verbo unívoco: modernizar. Sabemos que se ha tratado en lo fundamental de un proceso epidérmico, cuyas estructuras políticas y productivas no pueden sostener los formidables cambios en las mentalidades y la cultura acaecidos en estas décadas. De aquí nuestra orfandad y pavor ante la posibilidad de entrar a un túnel sin luz a la salida.

Quizás, aún estemos a tiempo de hacer un giro que nos aleje del círculo hipnótico en que esta guerra tan mal declarada y peor elegida nos ha metido. Como en el desarrollo económico o la democracia, es urgente reconocer que en materia de seguridad no hay cartabones. Que el Estado de derecho no "se aplica", sino se construye, que no es posible importar libremente el Plan Colombia, porque al hacerlo incurrimos en costos sociales y políticos enormes que amenazan nuestra balanza mental como sociedad democrática balbuceante, más importante que la fiscal o la de pagos.

 
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