Usted está aquí: lunes 7 de mayo de 2007 Cultura ¡Fuera ropa! y la desnudez cubrió al Zócalo

Ante el asta bandera monumental, cientos de voces pidieron "¡tubo, tubo, tubo!"

¡Fuera ropa! y la desnudez cubrió al Zócalo

Las prendas estuvieron a punto de borrar la camaradería que surgió entre hombre y mujeres

ERICKA MONTAÑO GARFIAS

Ampliar la imagen Al término de la instalación, una cortina de hombres rodeó a las mujeres que seguían desnudas Al término de la instalación, una cortina de hombres rodeó a las mujeres que seguían desnudas Foto: Carlos Ramos Mamahua

Nos dividieron: los hombres a vestirse y las mujeres hacia Palacio Nacional, desnudas. Fue la tercera y última locación elegida por Spencer Tunick para cerrar su instalación en el Zócalo capitalino, pero esa división hombres-a-un-lado/mujeres-posando rompió la magia que había llenado la plancha durante más de una hora. La camaradería entre géneros desapareció en un parpadeo.

Al tener la ropa puesta, los hombres pusieron fin a lo lúdico y el respeto para transformarlos en morbo.

La tranquilidad de las mujeres desnudas se convirtió entonces en ira y miedo.

Este es el testimonio de una reportera que dejó el pants gris, la playera blanca, el brasier, las bragas y la chamarra de mezclilla en una bolsa blanca junto al busto de Cuauhtémoc, y observó desde la plancha del Zócalo.

La división, el enojo y el morbo fue la parte final de algo irrepetible que comenzó antes de las cuatro de la mañana, en una madrugada agradable, nada de frío, y todos obedientes para ocupar los espacios marcados sobre la calle Monte de Piedad. En un principio la "zona de instrucciones" estaba delimitada entre 16 de Septiembre y Madero, pero con el paso de los minutos fue insuficiente y tuvo que extenderse hasta 5 de Mayo e incluso a las jardineras y la avenida que rodea la plaza sobre el lado de la Catedral.

Por los altavoces el equipo del fotógrafo pedía que todos nos mantuvieramos sentados, después la instrucción fue "júntense más, todavía hay gente llegando". La más odiada: "por favor no se levanten"; no entendían que después de 15 o 20 minutos las piernas se nos comenzaban a entumir y era necesario ponerse de pie.

La adrenalina hizo acto de presencia, las risas nerviosas, las preguntas entre vecinos ("¿Por qué viniste?" "Porque nunca me he desnudado en el Zócalo" o "no tengo idea" o "porque esto es algo único" o "no vine, me trajeron"), las bromas con doble sentido ("¿y tú de cual calzas?" "Del 18 y medio" "No te vayas a poner junto a mí, cabrón").

Quienes estaban en las ventanas de los hoteles ubicados frente a la Plaza Mayor también se llevaron su dosis de bromas: "¡Que se encueren, que se encueren!", "A esos mirones les faltan pantalones". Era alegría en su versión desmañanada.

Los llamados de la impaciencia

Conforme bajó la temperatura subió la impaciencia. A decenas les dieron ganas de ir al baño. Los organizadores colocaron sanitarios en 5 de Febrero y Madero, pero fueron insuficientes, las filas se hacían cada vez más largas. En tanto, el pavimento servía de cama para algunos, otros cabeceaban sentados, los unos mataban el tiempo fumando, aquellos tomando café, mandando mensajes, hablando por teléfono celular o besándose.

Pasan los minutos, la impaciencia sigue en aumento. De pronto, la voz de Spencer Tunick que agradecía la participación de los mexicanos, dijo que Barcelona (donde tenía el récord de 7 mil personas convocadas) debía estar sintiendo mucha envidia, que su tiempo para tomar las fotografías era limitado y por lo tanto pidió la colaboración de todos, que el primer escenario sería sólo el cuadrado que delimita la plancha del Zócalo, el segundo sobre la calle 20 de Noviembre y el tercero sería "una sorpresa"; que él daría la orden para comenzar a desnudarse. Aquí se repitió con más fuerza la porra de la UNAM, que se escuchó varias veces, porque su equipo grababa el despelote. Tampoco podía faltar el "¡México! "México! ¡México!"

Y de pronto, el momento esperado y temido: a la cuenta de tres ¡FUERA ROPA!

¡¡¡Una...

Dos...

Tres!!!

En cuestión de segundos la vestimenta fue colocada en bolsas.

Quien diga que no había pudor ni prejuicios miente: las manos se ubicaron en las partes estratégicas. Senos, penes, pubis pudorosamente cubiertos, pero después, el ambiente de camaradería fue ganando terreno y las manos abandonaron aquello que cubrían.

Cuerpos reales, no figurines de revista

Todos como hormigas a ocupar la plaza. La instrucción era colocarse una persona por cada cuadro que divide el Zócalo. Le falló a Tunick, éramos tres o cuatro por cuadro. Mezclados hombres y mujeres que habían llegado solos, o en pareja, o con un grupo de amigos, de todas las edades y colores: morenos, rubias, altas, chaparros.

Los cuerpos reales en toda su expresión: tatuajes, perforaciones en pezones, penes, orejas, ombligos, cicatrices de cesáreas, pieles llenas de acné, cuerpos velludos y lampiños, estrías, celulitis, pubis rasurados o completamente al natural, penes y testículos grandes y chiquitos, negros, rosas, rojos, pálidos, (en lo que me tocó ver, ningún hombre perdió la concentración, así que no hubo las erecciones que ellos, más que ellas, tanto temían).

Estaban todas las gamas entre lo extremadamente flaco y lo extremadamente gordo. Nada que ver con esos cuerpos que aparecen en las revistas. Ahí estuvo la magia. Esta es la realidad del cuerpo.

Al buscar lugar para la primera postura (en posición de firmes) aquellos que estaban cerca del asta bandera escucharon gritos que pedían "¡tubo, tubo, tubo!"

Fue inevitable el roce de los cuerpos. Un hombro que roza una espalda, un seno que toca un codo, una mano que se desliza por las nalgas. Repito esos roces, ese calor transmitido entre las pieles, era más inevitable que intencional.

Los ojos nunca se dirigían directamente a los senos, el pubis o el pene, eran apenas miradas de reojo, discretas, no eran de lascivia sino de admiración al reconocernos como cómplices en una aventura única que se complicó al no poder escuchar las instrucciones del coreógrafo-fotógrafo: el sonido era pésimo y más que entender, suponíamos o adivinábamos lo que Tunick quería.

Que si firmes, que si el saludo a una bandera ausente, que si mirando al frente, que silencio. (Fue en esos silencios cuando se concentró toda la energía).

Entonces apareció la manta anunciando la segunda postura: acostados boca arriba. Fue la más divertida. Y esto es lo que pensábamos o decíamos en voz alta: ¿Dónde poner la cabeza si ya no hay espacio en el suelo frío? ¿En las piernas de mi vecino? ¿Y mis pies dónde los pongo? ¿En el hombro del que está acostado delante de mí? ¡Ya le pegué a la vecina!

"Pon aquí tus pies", "deja ahí tu cabeza no me molesta", "espérame, deja moverme un poquito", "acomoda tu mano en mi hombro", "¿estás incómodo?" Así, poco a poco, se formó un gigantesco gobelino cuya temperatura por arriba era de 37 grados (la temperatura normal del cuerpo humano) y a punto de congelamiento por abajo. Así de frío estaba el suelo.

Y ahora a cambiar de nuevo. La tercera postura fue la más incómoda. De rodillas, hechos bolita, con las nalgas al aire. Tunick tardó demasiado porque no había quién se quedara quieto lo suficiente. Las rodillas dolían mientras se escuchaban las bromas a gritos de "¡Párame la colita!", "¡No vayan a soltar los pedos!"

Hasta aquí la parte fácil. Tal como lo anunció Spencer (ya para ese entonces lo tuteábamos y pedíamos que se encuerara) la segunda locación fue sobre 20 de noviembre y parte del Zócalo. La cosa se complicó de nuevo por las fallas de sonido. Ni el micrófono ni los altavoces lograban el volumen necesario para captar las instrucciones mal traducidas al español por alguien de su equipo. Ahí dábamos la espalda a Catedral, primero se oyó -medio en serio, medio en broma- el reclamo "¡Voto por voto, casilla por casilla".

Tunick pidió que tocáramos los hombros de nuestros vecinos, que levantáramos el brazo izquierdo, después sólo el dedo índice de esa mano, después todos los dedos. Al fin logró la composición y dijimos adiós a ese escenario.

Presencia combativa

Llegó entonces la sorpresa y el fin de la magia: "por favor las mujeres caminen hacia el Palacio Nacional, los hombres pueden ir a vestirse". Reunidas viendo hacia el asta bandera donde estaba el fotógrafo, retumbó el grito más combativo y femenino: "¡A-bor-to sí! ¡A-bor-to sí! ¡A-bor-to sí!"

Ya mientras caminábamos hacia Palacio Nacional los hombres se vistieron al parecer a mil por hora y comenzaron a rodear la plaza, se acercaron demasiado, sacaron los celulares y las cámaras para tomar fotografías. Hubo quienes para llamar la atención corrían desnudos, o haciendo malabares con una pelota de futbol.

"¡Hombres fuera!", "¡Hombres fuera!", "¡Qué se vayan!", "¡Ya apúrate Spencer!" fueron entonces los gritos de guerra.

Aquí debíamos estar acostadas sobre el costado izquierdo, mirando hacia el edificio, con la cabeza en el suelo, pero la incomodidad ante las miradas masculinas ("parecen lobos babeando", describió alguien) nos urgía a ponernos la ropa. Fue hasta ese momento que se sintió la desnudez. Había temor.

Lo que Tunick nunca supo, es que varias ya no querían posar pero permanecieron en sus lugares nada más por no caminar solas hacia la masa de hombres.

Al saber que la foto estaba hecha, todas de pie nos dirigimos con la cabeza bien en alto hacia donde dejamos la ropa.

"Yo soy lujurioso y todo lo macho que quieran, pero esa es una falta de respeto. Me avergüenzo de nosotros y les aplaudo a ustedes. Las admiro", dijo uno de los que ya estaban vestidos. Otros, no demasiados, aplaudían mientras abrían espacio para que pasáramos.

Por las prisas muchas rompieron las bolsas para ponerse algo encima, algunas obviaron el brasier y los calzones. Hubo quien no encontró sus prendas pero se topó con la solidaridad de quien le prestó ropa para vestirse.

El Zócalo, con rapidez, se vistió de nuevo.

 
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