Usted está aquí: domingo 6 de mayo de 2007 Opinión Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Hijas de las tinieblas

Aunque nadie lo crea, se puede vivir en un cuarto de tres por tres. El nuestro no tenía ventana, sólo una puerta de lámina pintada de rojo. Una tarde muy calurosa, a mi hermana Virginia y a mí se nos ocurrió perforarla con un destornillador. Por esos hoyitos entraban hilos de aire y gotas de luz.

En un lazo tendido sobre la cama, de una pared a otra, poníamos la ropa usada que mi madre compraba por kilo para revenderla en los municipios más lejanos. En aquel tendedero había de todo: pantalones, abrigos, sacos, blusas, faldas y hasta vestidos de noche muy acabados. Todas esas prendas eran para Virginia y para mí como una procesión de gente que caminaba sobre nuestras cabezas. También podían ser otras cosas: un bosque oscuro, una fila de personas esperando turno para algo -nunca precisamos qué-, un grupo de trapecistas...

Los vimos la única vez que mi madre nos llevó a un circo. La pobre se durmió durante toda la función. Y cómo no, si se levantaba a las cuatro de la mañana para prepararnos algo de comida antes de ir a vender.

Volvía al cuarto para las diez de la noche. Se iba directo a la cama y estiraba el brazo para jalar alguna de las prendas y usarla de cobija. Me gustaba pensar que sus humores quedarían escondidos entre los hilos de casimires y popelinas; que sus sueños eran un hilo más de los encajes rotos, percudidos.

II

Mi madre se llamaba Rutila. No recuerdo el tono de su voz. Nunca la oí cantar y hablaba poco. Por lo general antes de ir a vender nos leía la cartilla aunque estuviéramos medio dormidas: "No vayan a salir. Coman. Tengan cuidado con la hornilla. No entren al baño si alguien está adentro. No le abran la puerta a nadie". Muchas veces, en las madrugadas, me despertó el golpe de la puerta al cerrarse. Entonces permanecía atenta a los pasos de mi madre conforme iba subiendo la escalera con su carga de ropa sobre la espalda.

Nunca supimos su edad. Tomando en cuenta que cuando llegamos a vivir en aquel cuarto Virginia tenía 4 años y yo 6, mi madre debió ser aún joven cuando murió. Siempre tuvo las mismas arrugas en la frente y en las comisuras. Esas líneas contaban su vida difícil. Nunca se quejó ni nos reveló el nombre de nuestro padre. Tal vez debería decir "de nuestros padres". Virginia y yo salimos muy distintas en lo físico, pero a fuerza de estar siempre juntas acabamos por ser idénticas: pensábamos igual, queríamos las mismas cosas y nunca le tuvimos miedo a la oscuridad. Es más, jugábamos con ella.

III

Encerradas en nuestro cuarto, sin ver a nadie, se puede decir que Virginia y yo vivíamos solas. Tal vez por eso nos inventábamos una nueva familia. La "vestíamos" con las prendas que mi madre no alcanzaba a llevarse para venderlas. Una chamarra era "el papá"; un suéter, "la abuela"; un pantalón, "el hermano"; una falda, "la prima"...

Una vez mi madre tardó mucho tiempo en vender un saco a cuadros verdes y negros. A Virginia y a mí se nos ocurrió que era de nuestro padre y nos encariñamos mucho con esa prenda.

La tomábamos por las mangas y nos poníamos a pasearla por el cuarto hasta que al fin, suponiendo que ya estaba fatigada, la sentábamos en el quicio para que le diera el sol.

Un día un vecino se acercó para saber si el saco estaba en venta. Le dijimos que no. El domingo volvió para preguntárselo a mi madre y ella se lo vendió por siete pesos. Cuando el hombre se fue con el saco puesto mi hermana y yo nos soltamos llorando. "¿Qué tienen, qué les sucede?" No pudimos explicarle a mi madre que llorábamos porque sentíamos lo que era ser huérfanas.

Sin ponernos de acuerdo, Virginia y yo nunca volvimos a inventar una historia semejante y retomamos las diversiones habituales: saltar en la cama para ver si alcanzábamos el techo, perseguir insectos, hacer de nuestros brazos mortajas. Estoy usando la palabra correcta, a no ser que la ropa con que se viste a un muerto para enviarlo a la sepultura lleve otro nombre.

En el edificio la luz se iba con mucha frecuencia, pero en el cuarto nunca tuvimos velas. Mi madre temía que ocurriera un accidente como el que le deformó la cara a una conocida suya y prefería estar a oscuras hasta que volviera la corriente. Eso podía tardar horas. Al final, el portero detectaba el origen del problema o pedía dinero a los vecinos para contratar a un electricista.

En uno de aquellos apagones a Virginia se le ocurrió que jugáramos a morirnos e impuso las reglas: "Gana la que se quede más tiempo quieta sin abrir los ojos y sin respirar". Después de contener el aliento durante unos segundos que nos parecían eternos, estallábamos en carcajadas y enseguida volvíamos a la inmovilidad y al silencio, tratando siempre de superar nuestras marcas

IV

La mañana de un lunes mi madre no se levantó. Con la cara al techo parecía dormir, pero sus ojos entreabiertos estaban opacos. Lo último que vio de este mundo fueron las ropas que no alcanzó a vender. Le gritamos a Melquíades, el portero. Enseguida dio su veredicto: "Está muerta". Luego fueron apareciendo los vecinos. Se corrió la voz y llegaron algunos desconocidos. Uno de ellos llamó a una funeraria de Iztapalapa que brindaba servicios gratuitos a personas indigentes.

Mientras corrían los trámites, mi madre continuaba rígida en la cama bajo una sábana que alguien nos prestó. Nos hicimos las ilusiones de que estaba jugando a morirse hasta que dos hombres la metieron en una bolsa negra y se la llevaron a la carroza, donde la esperaba un ataúd gris. No la enterramos en él porque sólo era prestado. Mientras esperábamos ante el horno crematorio, vimos cómo los mismos empleados que acababan de trasladar a mi madre devolvían el ataúd a la carroza en que ella realizó su último viaje.

V

Todo sucedió muy rápido y no tuvimos tiempo de llorarla. La gente nos aturdía con preguntas: "¿Qué piensan hacer?" "¿Con qué van a pagar los 300 pesos del cuarto?" "¿Aceptarían irse a un orfanatorio aunque no pudieran quedarse juntas?" En esos momentos la idea de separarnos nos parecía imposible a Virginia y a mí. Sin embargo, poco tiempo después tuvimos que aceptarla.

Presionadas por la necesidad, retomamos el negocio de mi madre. Rematamos en la puerta del edificio la ropa usada que teníamos en la casa. Con el poco dinero que sacamos fuimos a ver a los ayateros de Tepito y compramos otro bulto. Esa fue nuestra rutina durante cuatro años.

Nos hicimos de amigos entre los comerciantes de los tianguis. Uno que conocimos en Chicoloapan se llamaba Ernesto Morales. Vendía fierros. Sus clientes eran plomeros, albañiles, choferes. Entre ellos un compadre que pasaba gente al otro lado en el doble fondo de su tráiler. Virginia y yo empezamos a considerar la posibilidad de irnos juntas a Estados Unidos. Cuando se lo dijimos a Ernesto nos preguntó cuánto dinero teníamos, porque el viaje costaba 5 mil pesos nada más hasta Tijuana. Ya después, si atravesaba la frontera o no, era cosa de cada quien.

Para nosotras esa cifra, y más multiplicada por dos, era inalcanzable. Ernesto comprendió muy bien nuestra situación y nos dijo: "Si de veras les interesa puedo recomendarlas con mi compadre Salustio. Hablen con él, explíquenle su problema, a ver si se pone al tiro. Es buena gente, a lo mejor ni les cobra".

Nos reunimos varias veces con Salustio. No quería perder sus ganancias, pero al fin aceptó llevar gratis a una de nosotras. Le cedí la oportunidad a mi hermana. Tardé en convencerla de que yo iba a estar bien, esperando sus noticias para reunirnos en cuanto hallara trabajo en Estados Unidos. Fue menos sencillo quitarle el miedo a viajar durante muchas horas sepultada en un ataúd ambulante. Lo conseguí recordándole nuestro juego infantil, cuando nos quedábamos horas inmóviles, casi sin respirar, en medio de la oscuridad.

El día en que mi hermana se fue, me sorprendió saber que Ernesto también iba a viajar. Harto de vivir ganando miserias había decidido, como dijo, "hacerle la corte a la fortuna". La despedida fue horrible. Me quedé con la mano levantada hasta que el tráiler desapareció. Regresé a mi casi y estuve todo el día tendida en la cama, inmóvil y casi sin respirar, para compartir aunque fuera de lejos lo que mi Virginia estaría sintiendo.

Esperé mucho tiempo tener noticias de ella y de Ernesto. Salustio tampoco apareció. Nunca quise siquiera imaginarme lo que pudo haberles sucedido. Me concentré en conservar la esperanza de que mi hermana volviera a nuestro cuarto. Lo conservé igual: repleto de ropa usada. Llegó a rentarme 700 pesos, pero continuaba midiendo tres por tres. Cada noche, al volver, el espacio me parecía más y más inmenso. Al fin no aguanté y he decidido emprender el viaje en busca de Virginia. Cuando sienta miedo de estar sepultada en el doble fondo del tráiler pensaré que mi hermana me dice: "No te asustes. Nada más estamos jugando a morirnos, como cuando éramos niñas".

 
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