Número 130 | Jueves 3 de mayo de 2007
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Director: Alejandro Brito Lemus

La construcción cultural de un sentimiento

El amor falaz de Occidente

De acuerdo con la tradición cultural occidental, el amor, cuando es verdadero, es para siempre, sólo basta encontrar a nuestra “media naranja”. En este texto, extracto del libro Falacias del amor, publicado por editorial Paidós, la autora reflexiona sobre los mitos que rodean al amor y propone nuevas pautas para redimensionar un sentimiento siempre problemático.


Por Roxana Kreimer *

En Occidente ha prevalecido una concepción irracional sobre el amor. Curiosamente éste fue uno de los aportes más significativos de los antiguos griegos —fundadores de la cultura racionalista— a nuestras formas contemporáneas de entender el amor, y también una de las tantas razones por las que se ha establecido un nexo tan estrecho entre amor y sufrimiento. A diferencia de los hindúes, de los chinos o de los japoneses, los griegos no entendieron al amor como una virtud a ser cultivada sino como una enfermedad, como una forma de locura que, aunque muy dulce, puede destruir todo lo que una comunidad e incluso el mismo amante, valoran. El amor no fue considerado un arte, una práctica que se enseña, se aprende y se perfecciona, sino un mecanismo irracional, espontáneo, no intencional e inducido desde el exterior —mediante las flechas de un dios caprichoso— que deja al individuo inerme, a merced de fuerzas completamente externas a sí mismo.
Un refrán popular previene que “la única ventaja de jugar con fuego es que uno puede aprender a no quemarse”. Desde una perspectiva completamente irracionalista del amor, estaríamos condenados a quemarnos una y otra vez.
La concepción hegemónica que hemos heredado de los griegos identifica al amor como una forma particular y breve de éste que conocemos como enamoramiento, una exquisita efervescencia con pronta fecha de vencimiento, basada en la idealización y en la ausencia del ser amado. Esta noción ha dado lugar a una recurrente falacia en el discurso amoroso, la de la ambigüedad que supone el uso de la palabra amor con sentidos diversos a lo largo de un mismo razonamiento, por ejemplo cuando se afirma que la pareja debe estar basada en el amor (en referencia a una acepción amplia que conjuga la atracción sexual con el compañerismo y el apego que se establece con el paso del tiempo), y que por tanto cuando uno de sus integrantes no ama (en alusión a la efervescencia del enamoramiento), ya no tiene sentido seguir juntos.

A la caza del alma gemela
Entender el amor como un sentimiento espontáneo y repentino (tal es la concepción del flechazo), y no como una relación que se construye a lo largo del tiempo, supone el desarrollo de altas dosis de idealización, en particular por parte de las mujeres, que aún son más educadas para el amor que los hombres.1“Acabo de conocer a un hombre maravilloso; es de ficción, pero no se puede tener todo”, comenta la protagonista de La rosa púrpura del Cairo, una película de Woody Allen que refleja muy bien el proceso de idealización que caracteriza al discurso amoroso femenino. Contribuyen a esta idealización procedimientos característicos de la seducción amorosa como la mímesis, que lleva a brindar una imagen mejorada de uno mismo, subrayando las afinidades y ocultando los desacuerdos y las propias debilidades. Cuando se ingresa al amor por la puerta del flechazo y del enamoramiento, las expectativas suelen ser altísimas: el otro no es quien es, sino quien deseamos que sea, y con frecuencia se incurre en una falacia de generalización indebida al considerar que en unos pocos encuentros resulta evidente que los amantes están “hechos el uno para el otro”. Se espera que la pasión se afiance en la pareja, pero cuando el hechizo se ha roto —y la pasión es finita por definición—, sólo resta el desengaño, la desilusión o el omnipotente deseo femenino de cambiar al otro. Este proceso de desencantamiento también se vincula con la falacia de falsa analogía presente en le mito del andrógino (divulgado popularmente como el de las “almas gemelas” o el de la “media naranja”). Si mediante el flechazo se reconoce a la “mitad perdida”, con mucha más razón el amado deberá responder a la imagen que se ha forjado de él, similar por otra parte a la que el amante tiene de sí mismo.
De la analogía de las “almas gemelas” se desprenden otras ideas que han contribuido a anudar amor y sufrimiento: la de no juzgarse “completo” si no se está en pareja, la de confundir la pérdida de un amor la pérdida de nuestra capacidad de amar y el supuesto de que una y sólo una persona está destinada a “hacernos felices” en el amor. La falsa analogía de las almas que vagan en busca de su mitad perdida también dio lugar a la falacia de la falsa dicotomía (o falacia del “blanco o negro”), que plantea mediante juegos de oposiciones dos alternativas, sin considerar que en realidad existen muchas más. Los crímenes y los suicidios pasionales, un tópico de referencia obligada desde la mitología griega hasta el presente, con frecuencia presuponen esta concepción según la cual sólo una persona está “destinada” a amarnos.
Si la relación con el “alma gemela” no es posible, la vida carecería de sentido. Nuestra propia integridad habría sido avasallada. Pero el amor no consagra la individualidad. No somos naranjas rebanadas ni erramos en busca de nuestra mitad perdida. A lo sumo encontraremos personas afines pero distintas de nosotros a las que podremos amar más allá del periodo de encantamiento primero (si lo hubiere), de acuerdo con nuestra disposición para conciliar las diferencias y los problemas que sobrevienen a toda relación humana que se prolonga en el tiempo.

Amar la búsqueda del amor
La concepción platónica del deseo como ausencia —según la cual se ama fundamentalmente cuando se carece del sujeto amado o de sus cualidades dignas de amor—, profundizada por el cristianismo, el amor cortés medieval, el romanticismo, el psicoanálisis y la sociedad de masas contemporánea, favoreció la concentración del interés en el periodo de la conquista. Amaríamos más la búsqueda del amor que el amor en sí mismo. Desde esta perspectiva se juzgó erróneamente que el ser humano es por definición un animal insatisfecho, sin considerar que el deseo también se crea en la presencia de lo amable y de sus cualidades. La concepción platónica, fundamentalmente a través del carácter extremo que adquirió para el cristianismo, también contribuyó a estrechar el lazo entre amor y sufrimiento mediante el dualismo con que descalificó el cuerpo a favor de la esfera espiritual. A diferencia de India y China, donde se pensó que la iluminación espiritual está asociada con el sexo y es una forma de trascender la mortalidad, Occidente inscribió a la sexualidad en el registro de lo inconfesable, suscitando complementariamente su sobredimensionamiento, multiplicando al infinito el placer de decir el amor y valorando a la sexualidad como si se tratara de la clave de la condición humana en su conjunto.
La cultura occidental pareció menos interesada en focalizar su atención en un arte de amar que en inscribir el discurso amoroso en el registro de lo prohibido y de lo permitido, en el de las “normas” y en el de sus supuestos “desvíos”. De ahí la fascinación por los “amores prohibidos” y la identificación del “triángulo amoroso” con el argumento de las historias de amor.
Lamentablemente las mejores ideas sobre el amor aportadas por el cristianismo —su acento en el amor entendido como donación y no como exigencia, su ampliación del concepto de amor al conjunto de la humanidad—, fueron oscurecidas por la exaltación del sufrimiento en prácticas autoflagelantes que en muchos casos pretendían dominar los impulsos sexuales, y por siglos de intolerancia y persecuciones realizadas paradójicamente en nombre de la “religión del amor”.

El orgullo de sufrir por amor
El Romanticismo consagró la infelicidad como destino del amor. Madame Bovary, la novela realista de Flaubert, describió la infelicidad de la mujer burguesa educada en el romanticismo, y fue una historia arquetípica en la descripción los efectos indeseados que la “educación para el amor” (bovarismo) suele tener en gran cantidad de mujeres. Flaubert valora el amor-pasión en su justo límite: no lo juzga omnipotente e incluso lo desmitifica por la frecuencia con que conduce a la desdicha al abrevar en ausencias, idealización y expectativas desmedidas.
La revolución sexual que tuvo lugar a mediados del siglo XX invirtió definitivamente el dualismo platónico y cristiano: el cuerpo sería ocasión para la alegría, para la experimentación y para la libertad. Todas las orientaciones sexuales serían admitidas. Sin embargo, también fue clara la voluntad de disciplinamiento en autores como Wilhelm Reich, que aseguraban que cuando culminara el proceso de liberación sexual desaparecería la homosexualidad de la faz de la Tierra, o en ciertos cultores del amor libre cuando sólo podían sostener el ideal de la “pareja abierta”2 al precio de un enorme sufrimiento, infligido a sí mismos o a sus parejas. Por supuesto, no fue el caso de todos los cultores de la “pareja abierta”: muchos de ellos experimentaron nuevas formas de entender el amor sin infligir daño en aras de un “deber ser”.
Siempre que se ama existe la posibilidad de sufrir. La mayor parte de las cosas que nos colman de felicidad, al mismo tiempo tienen el poder de infligirnos dolor. Sin embargo, las concepciones hegemónicas que signaron a Occidente dieron un paso más, llegando a postular la “dignidad” del sufrimiento por amor y entendiendo que el dolor es prueba de la intensidad del sentimiento.

El amor en los tiempos del consumismo
Parte de la cuota necesaria de sufrimiento que implica el amor se vincula con el hecho de que, como individuos modernos y occidentales, debemos elegir por nuestra cuenta a la pareja con la que compartiremos gran cantidad de momentos de nuestra vida. Como sujetos modernos, estamos librados a nuestras propias fuerzas. Como sujetos modernos, somos compelidos a pensar que el cambio siempre es bueno para nuestras vidas. La publicidad y las representaciones culturales no parecen decirnos otra cosa. No es extraño que el zapping amoroso se convierta entonces en el juego generalizado de la sociedad de consumo. Si antes se toleraba demasiado, ahora no se tolera casi nada, de modo que con frecuencia el amor adquiere la vida útil de un electrodoméstico. Como sujetos modernos, también, vivimos una época en la que el lazo social tiende a quebrarse. Los más afortunados encuentran en la familia, en los amigos o en la pareja un amparo que los preserva de las inclemencias de un individualismo feroz. Otros sufren uno de los efectos más penosos del individualismo moderno: se sienten solos, desamparados, excluidos de la estructura de “vida en pareja” o de “vida en familia” que aún parecería signar hegemónicamente a ciertas sociedades.3
Reflexionar sobre el amor constituye un verdadero desafío en momentos en que los cambios científicos se tornan vertiginosos, cuando es posible escindir por completo la sexualidad de la reproducción, cuando los métodos de fertilización asistida plantean cambios que apenas alcanzamos a vislumbrar, cuando asistimos a cambios sustanciales como la disolución de un modelo de familia centrado en la crianza de los hijos.
El amor puede exceder en mucho el periodo del enamoramiento o del amor-pasión. El amor-acción o amor-compañero es un amor de más largo alcance que implica querer al otro porque se lo conoce y se goza de su presencia y no de su ausencia, una relación en la que el paso del tiempo puede estrechar el vínculo y convertirse en un dato a favor y no en contra, y en la que es posible sobrellevar los problemas que necesariamente alcanzan a toda relación humana duradera.
Creo que el amor en sus múltiples formas tiene un fuerte componente emancipador ante la lógica ascética del trabajo y del deber. En un mundo cosificado y hostil, el amor aún representa el reino de la gratuidad. Encuentro que un desafío importante para el individuo contemporáneo es aceptar el carácter problemático del amor frente a las imágenes idealizadas de gran cantidad de representaciones culturales. La pareja sigue siendo el ámbito donde es posible aunar una ética de la ternura con el sexo, cultivando el amor como un arte, es decir, aprendiendo del error para barajar nuevamente las cartas de uno de los juegos más bellos y antiguos del mundo.

Notas
1 Las mujeres juegan más con muñecas y están más en contacto con narraciones románticas, mientras que los varones juegan con autos o con armas de guerra.
2 Que no supone la exclusividad sexual.
3 En grandes ciudades como Nueva York o Berlín parece bastante más frecuente que el eje articulador de la vida sean los amigos y no la pareja. En estas ciudades, no estar en pareja no parece tan desafortunado como en otras más conservadoras.

* Filosofa y doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires.

Tomado del libro de Roxana Kreimer Falacias del amor, de Editorial Paidós. Reproducido con autorización de los editores.