Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 25 de marzo de 2007 Num: 629

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Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Murakami: literatura
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PAOLA DADA

La doble espiral:
Kafka en la orilla

La tierra libre de
Palés Matos

MERCEDES LÓPEZ-BARALT

Tres poemas
LUIS PALÉS MATOS

El cosmos de José Martí
ALBERTO ORTIZ SANDI

La antilógica del sistema
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entrevista con las GUERILLA GIRLS

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Hugo Gutiérrez Vega

CARTAGENA, DE EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ (I DE V)

Decía Graham Greene que una novela es una organización, una estructura bien meditada que se va levantando poco a poco y que, para nuestra fortuna, tiene niveles y piezas intercambiables para lograr una coherencia interna.

Las novelas sobre la aventura espiritual y formal de escribir otra novela deben multiplicar sus planos y ampliar sus perspectivas para que el lector participe, a su manera, en la frágil construcción. Así, la lectura de estas fábricas de palabras, emociones, ideas, sentimientos, proyectos vitales, fracasos, dudas y certezas vacilantes, es un acto creativo, una especie de diálogo con el autor de la novela sobre la novela y de sus entes de ficción puestos a vivir, a sentir y a independizarse del demiurgo en ese juego tan caro a Calderón de la Barca, Unamuno, Cervantes y Pirandello.

Cartagena es una novela de personajes, de instantes biológicos capaces de cambiar toda una vida, de encuentros, desencuentros, egoísmos brutales y generosidades inexplicables en el contexto de un mundo regido por el principio del placer, el consumo sin freno y el grito angustiado del "sálvese quien pueda".

Gocé y sufrí la lectura de esta novela con dos grandes letras C: la de Cartagena, ciudad soñada, Bizancio, última Thule, Alejandría sobre los hombros del poeta; y la de Carmen, la mujer que lleva los ritmos de la vida, la madre tierra sólida, poderosa, entrañable, engañada y maltratada, balanceando la carnalidad robusta de sus nalgas sobre la vida de su hombre, ser frágil y quebradizo a pesar de sus desplantes de macho y de sus búsquedas de placer y de conquista más próximos a la angustia que a la alegría.

Quiero hacer en esta presentación de una novela más de personajes que de situaciones, un recuento de algunos momentos que considero esenciales para el desarrollo del todo novelístico. Esos momentos poseen un claro contenido lírico (Yeats decía que "lo único que permanece de la filosofía es aquello que se ha poetizado". Se me antoja extender esta propuesta a la novela) y ayudan a visualizar a los entes de ficción que se corresponden con la realidad puertorriqueña de la Isla Verde, el Hotel San Juan, Punta Las Marías, Piñones, La Parguera y el Hotel Casablanca con la China Town, la Little Italy y la Canal Street de la prodigiosa Babilonia de todos los pecados. Se corresponden, sí, pero al mismo tiempo consolidan su sustantividad independiente en medio de ese tumulto de deseos, miedos, súplicas de perdón y de ayuda que forman la carne y la sangre de las vidas individuales.

Lo cotidiano tiene su épica. Muchas veces en nuestras pequeñas vidas, esa épica está hecha de las cosas aparentemente irrelevantes que forman el meollo, la sustancia misma de la existencia, ese hueso duro de roer que mordemos infatigablemente porque es nuestra única herencia, nuestro bagaje de espíritu ansioso y de carne a veces deslumbrada, a veces empavorecida.

Edgardo Rodríguez Juliá sabe describir los ambientes que son prolongación, manifestación viva de la interioridad de los personajes. Así, la casa de Teresa "reflejada en el ojo dorado de Alejandro" (gracias a Carson McCullers por el hallazgo) es la concha secreta y misteriosa (rodeada de los condominios sin alma de la Isla Verde, obra de ingenieros aburridos o de arquitectos con talante de ingenieros) en la que transcurrían los días de una niña de la burguesía criolla cuya sensualidad profunda "no admitiría jamás las delicias de los baños de sol" y se regodeaba en su blancura casi enfermiza hecha de ámbitos sombreados y de largas sesiones de charla laberíntica en el bar del Zipperle, bajo la mirada del monje vencido por los olvidos.

En esa casa vagamente californiana, rodeada por los monstruos de aire acondicionado y estrecha vigilancia de la sociedad del consumo y la apariencia, se marchitaban los geranios, se empolvaban los historiados percheros del padre ostentoso y blasonado, y se enfrentaban al paso del tiempo, al tedio y al vacío los labios delgados y exactamente sensuales, y las piernas largas e inquietas de una de las mujeres que llenaban y complicaban la vida de Alejandro. La imagen de Alejandro a veces se me desdibuja, otras me recuerda a otros personajes de ficción, y otras más me obliga a pensar en seres con quienes he andado "un trecho del viaje". Sé que el personaje ha producido violentas reacciones en algunas personas dedicadas a la crítica literaria y que ha hundido en la perplejidad a lectores perspicaces y dedicados. En mi caso, Alejandro se me desdibuja y, al mismo tiempo, me hace pensar en los productos de la cultura y la educación católicas. En este aspecto, el retrato es de una exactitud conmovedora, pues el angustiado atleta sexual, para enfrentarse al miedo, reza el rosario que le dejó un amigo, se confiesa con Frank, el enfermizo vástago de un judío de Kiev, y busca en el sexo y sus ceremonias una forma extrema de realización, una especie de refugio y, al mismo tiempo, de comunión y de aturdimiento para que la vida no se haga demasiado consciente, el mejor y más eficiente de los bebedizos que nos permiten cumplir la orden de Baudelaire y embriagarnos para resistir los embates de la grosera y árida realidad. Hay en todo esto un trasfondo religioso, una nube angustiosa que impide la realización plena del goce de la carne, que todo lo pinta con el color del pecado, la culpa y la amenaza.

(Continuará)

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