Usted está aquí: domingo 25 de marzo de 2007 Mundo El ex centro de detención La Perla se convierte en el Museo de la Memoria

Familiares de víctimas y sobrevivientes narran sucesos sobre la dictadura argentina

El ex centro de detención La Perla se convierte en el Museo de la Memoria

Ampliar la imagen Buenos Aires, Argentina, tras el golpe militar de 1976. Imagen de archivo Foto: Ap

La Perla, Cordoba, 24 de marzo. "Cuando entré, lo primero que pensé fue que el piso rojo era lo último que había visto mi hija. Ese color le debió haber quedado en la retina, y se lo llevó", dice, en voz baja, Marcelina Yolanda Bonaldi, sentada en un rincón del ex centro clandestino de detención La Perla, edificio que el gobierno argentino entregó a organismos promotores de los derechos humanos.

"Me sentí en contacto con ella. Ahora siento como si me cobijara", agrega la mujer, de 60 años de edad y madre de Graciela Torres, joven desaparecida el 29 de junio de 1976 y asesinada en este lugar.

Es que en ocasión del 31 aniversario del golpe de Estado de 1976 y previo al acto oficial de entrega, una delegación compuesta por unas 40 personas, madres, padres, hermanos, esposos e hijos de desaparecidos, así como por los pocos sobrevivientes y el presidente argentino Néstor Kirchner, ingresó -varios por vez primera- al ex centro clandestino.

La Perla fue el mayor campo de detención del interior del país durante la dictadura militar (1976-1983). Entre marzo de 1976 y finales de 1979, unas 2 mil 500 personas fueron secuestradas, torturadas y desaparecidas.

"En mí se mezclan la alegría y la tristeza, porque dimos un gran paso al entrar, pero sé que únicamente puedo llegar hasta acá, el último lugar donde estuvo mi papá y lo último que sé de él. Además, duele saber que no fue el único asesinado acá, sino que también sufrieron muchos padres de mis compañeros", afirma Marcelo Yornet, de 32 años, hijo de Roberto Yornet, quien pasó sus últimos días en este campo.

Aunque el edificio estaba totalmente vacío y sus paredes blancas, los familiares de los desaparecidos reconstruyeron la historia de horror escrita allí. Algunos lo hicieron con desgarradores relatos, como Teresa Meschiatti, sobreviviente y testigo en los juicios contra integrantes del tercer cuerpo del ejército.

"Esta es la famosa margarita o sala de terapia intensiva. Era el lugar de la tortura. Por acá pasábamos todos. Era terrible, cruel. Aquí la gente no podía sobrevivir más de un mes. Tengo marcas", explica Meschiatti.

Otros recorrieron el lugar entre llantos y silencios. Caminaron, acariciaron el piso y tocaron los muros, como queriendo arrancarles palabras, imágenes, olores, y la presencia de sus seres queridos que nunca volvieron.

Hacia el final del recorrido algunos familiares expresaron que el ingreso fue difícil, pero reparador.

"Cuando estuve en la cuadra di vueltas y vueltas. Vi todo. Caminaba y caminaba. Me sentaba. No me quería ir. Me aparecían imágenes muy fuertes de ellos, del horror, pero en un momento sentí paz. No sé por qué, pero me tranquilizó poder estar allí", relata Sebastián Soulier, de 31 años, hijo de Adriana Díaz Ríos y Juan Carlos Soulier, desaparecidos en 1976.

Luego, bajo una lluvia persistente, se inició el acto oficial, que duró algo más de una hora y contó con una breve actuación del cantante León Gieco. Por los organismos de derechos humanos hablaron Sonia Torres, de Abuelas de Plaza de Mayo; Emilia D'Ambra, de Familares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas, y Silvia Di Toffino, de Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio.

Aunque los activistas insistieron en el carácter histórico del acto y la necesidad de redoblar esfuerzos para acelerar los procesos contra los responsables de la pasada dictadura, fue el presidente Kirchner quien insistió en halagar a los organismos de derechos humanos y pidió a la justicia argentina "juicio y castigo ya".

Al terminar el acto, las puertas del ex centro de detención y tortura se abrieron por vez primera para todos.

Centenares de personas comenzaron a caminar los otrora silenciosos pasillos, con respeto y lágrimas en los ojos. Poco a poco fue creciendo el sonido de pasos, saludos, abrazos y llantos. Algunos llevaban flores, otros dejaron fotografías y hasta hubo quienes se animaron a escribir mensajes que rompieron de una vez y para siempre el silencio de esos blancos muros. Paula Mónaco Felipe

 
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