Usted está aquí: jueves 8 de marzo de 2007 Opinión Antrobiótica

Antrobiótica

Alonso Ruvalcaba

La resurrección de la ostionería

I

UNA BUENA PARTE de la tierra que cercó hasta hace un par de siglos la hacienda de la condesa de Miravalle, y que limitaban la calzada de Tacubaya y el acueducto de Chapultepec y el río Piedad y la calzada de la Piedad y un cacho del viejo pueblo de Aztacalco (básicamente lo que hoy llamamos condesarroma), hacia 1982 era una gran marisquería: había puestos blancos por todas partes. Mamá, papá y hermanitos, inevitables actores de reparto en esta página, caminaban, digamos, de Monterrey a Insurgentes sobre Tlaxcala, y al final del recorrido era fácil que encontraran uno de esos miniespacios encantadores, con los vidrios del mostrador pintados con paisajes playeros y tal vez algún mensaje rotulado así: "¡Sólo Veracruz es lindo!" Los adultos pedían pata de mula: fea como su nombre pero deliciosa en aquellas copotas redondas de cristal pesadísimo, y los niños coctel de camarón pacotilla, con un chingo de catsup, limón y aguacate. Ya ni vale la pena repetir que todo avanza hacia su ruina, pero la extinción de la ostionería callejera fue súbita y triste como la de los dinosaurios: al puesto de Insurgentes y Tlaxcala lo sustituyó uno más de los interminables de quecas o gorditas, al del Metro Insurgentes cien de garnachería miscelánea, y uno de hamburguesas al carbón al del cine Estadio (ojo: esos puestos pueden o no ser sabrosos; eso no importa ahora), y así, uno tras otro, despareció otra piel de la ciudad que habitamos en el pasado. Sucedieron los refrescos de dieta, benditos ellos, el agua embotellada, el miedo al cólera, la tifo, el ántrax o yo qué sé, pero, sobre todo, sucedió una superstición importada y miope: la higiene a cualquier costa. Ni pedo.

II

LOS AÑOS RECIENTES han visto, o eso creo, el renacimiento de ese local en la colonia. Las marisquerías ortodoxas suelen ser espacios enormes, con el piso mojado por el hielo que, en la barra, mantiene la frescura de ostras y camarones; suelen ser escandalosas, llenarse los sábados y los domingos cuando apuntan las 12. No abren de noche, y no es extraño que después de las cuatro la materia prima empiece a escasear. Su cocina no ofrece espacio para la imaginación: todas tienen lo mismo, unos cuantos cocteles, ciertas tostadas, quequitas fritas y sostenidas por un palillo, filetitos de pescado. Sobre sus mesas hay sólo unas constantes: galletas saladas Prémium, bolillos, limones, botellitas de salsa. Más allá de la Morenita, en el mero centro del mercado de Medellín (que nada tiene que ver con La Morena, una marisquería de la Condesa que se empeña con tenacidad en el mal servicio), y su paella rompemadres, a la nueva ostionería de la Roma y la Condesa no le interesa la ortodoxia. Contramar (en Durango, a media cuadra de la plaza Villa de Madrid) es la más exitosa de todas. Se da su taco: abre un ratito, de una y media a seis, y no acepta reservaciones: hay que apuntarse bien temprano en una lista de espera interminable. La decoración es acapulqueña, con parte de la cocina a la vista: tacos de camarón si no para secuestrar a alguien sí para llamarle la atención, camarones para pelar, sumergir en tantita mayonesa, compartir... A mí, creo, me gusta más Peces, en la calle de Jalapa, menos por su ilusionado eslogan ("El único negocio que no es de Carlos Slim") o por su decoración de manga ancha que por el platón de fish'n chips ("como en Londres"), las tostadas de machaca de marlin en un escabeche con zanahorias, cebollas y rajas que se siente como el cosquilleo bucal de mil manos pequeñitas, y los tronchos, filetones de pescado en recetas varias (yerbas, chimichurri); el mejor acaso es el pez bruja en hoja de plátano: sencillo, jugosísimo, suculento.

LA OSTRA (EN Nuevo León, entre Michoacán y Vicente Suárez), más tradicional con sus azules brillantes, sus canastas de tostadas y salsas de habanero, le tomó el pulso a la colonia de inmediato, o a la inversa: siempre está hasta la madre. Para ser un local tan pequeñito, el servicio es sorprendentemente lento. Los cocteles, en cambio, están muy bien. Ejemplo memorable: el de callo de hacha, bien servido, mojado en aceite de oliva y yerbas, fresquísimo cual debe. Un detalle que se agradece: hay servicio de descorche. La Cervecería (Vicente Suárez y Tamaulipas) comparte la carta con La Ostra, pero no la amabilidad del descorche ni la atmósfera, que acá se cuelga hacia el reventón, ni l'emploi du temps: ejerce la temeridad de cerrar a media noche. Ya por no dejar, hay que pedir el carpaccio de callo de hacha y los tacos de filetitos de pescado.

DEL OTRO LADO de Insurgentes, frente a la Sagrada Familia, en la planta baja de una encantadora casa afrancesada acaba de abrir Stampa de Mar. Todavía es joven para un dictamen, pero si su coctelería no se dejara querer (camarón, caracol, pulpo, jaiba, pescado, ostión, atún, aceitunas, alcaparras), si su arroz rojo no tuviera una chupeteable consistencia medio líquida, si su robalo no estuviera asado sobre carbón y por tanto no se manchara de tizne de veras, valdría la pena visitarlo por su perfecta colección de salsas: El Yucateco en cuatro formas, Valentina en dos, Huichol, Cholula, LolTun roja, amarilla y verde, Melinda, Búfalo, y una casera, alucinante, de habanero y piña. Ya con eso. (A unas cuadras, en Monterrey y Alvaro Obregón, está Delirio, que no es una marisquería, sino una tienda, pero en cuyas mesitas banqueteras, los sábados, hay que compartir un platón de ostras recién abiertas, sápidas a mar y a sal, mojadas con una vinagreta muy digna de limón y yerbas.)

III

ESCRIBO ESTO EN el punto más alto de la nueva ostionería: Lampuga, en Nuevo León y Campeche, al final de una comida que ha incluido tártara de atún con mayonesa y alcaparras y las mejores pommes frites de la colonia, mejillones en salsa de jitomate sobre pasta, "jamón serrano" de pulpo, arroz con mariscos en un líquido color ámbar pornográfico, filete de atún sellado con un gravy café oscuro, un categórico po'boy (ese sándwich de pescado capeado, gran invento de Nueva Orleáns) y litro y medio de vino rosado. La tarde se echa a dormir como un osezno perezoso. Si pudiera, comería aquí todos los días.

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