Usted está aquí: domingo 4 de marzo de 2007 Opinión El arco

Carlos Bonfil

El arco

Ampliar la imagen En la imagen, el coreano Kim Ki-duk, director de El arco

Acuenta gotas, provenientes de festivales o de adquisiciones aventuradas de algunas distribuidoras, y con un paso azaroso por cartelera, las películas de los realizadores asiáticos más relevantes, Hou Hsiao-hsien, Tsai Ming-liang, Wong Kar-wei, Park Chan-wook o Kim Ki-duk, han llegado a conocerse puntualmente en México, contribuyendo de modo notable a la formación de un gusto fílmico más refinado en muchos espectadores jóvenes. No es raro así, que la apreciación de una gama de estilos narrativos no convencionales y de propuestas minimalistas no se topen ya con el rechazo instintivo de quienes, hasta hace poco, solían reprocharle a una cinta que tuviera poca acción, diálogos escasos y planos fijos, al parecer interminables. Las reticencias han ido cayendo una a una, y cintas como Las estaciones de la vida, del coreano Kim Ki-duk, o Deseando amar, del honkongués Wong Kar-wei, han tenido un éxito inmediato en las pantallas comerciales y una rápida difusión en video. Lo anacrónico será decir "en esta cinta no pasa nada", cuando tantas miradas frescas interpretan la acción dramática, la intensidad emocional y el placer estético, de manera más novedosa.

¿Cómo entender, además, buena parte del cine mexicano sin la contaminación de estilos narrativos europeos, asiáticos o del cine independiente americano? ¿Una cinta como Drama/Mex, de Gerardo Naranjo, sin la influencia de Godard, pero también de Philippe Garrel? ¿El cine de Carlos Reygadas (Japón, Batalla en el cielo) sin la parquedad expresiva del cine coreano? ¿Temporada de patos, de Fernando Eimbcke, sin la señalada huella de Jim Jarmusch? En el cine de las fórmulas comerciales, en la clonación del producto hollywoodense más previsible, en la comedia light y en el thriller de acción reiterativa, siempre "pasa algo", pero la saturación de acciones es tan grande que en poco tiempo el espectador queda reducido a una pasividad absoluta, incapaz de reaccionar a una propuesta alternativa, mero receptor de impactos, inmunizado contra toda emoción estética. El cine de autor, entendido como la permanencia de un punto de vista sólido y personal, sigue siendo al respecto un antídoto excelente. En El arco (Hwal), decimotercer largometraje del coreano Kim Ki-duk (Por amor o por deseo, El espíritu de la pasión), el punto de vista artístico es indiscutible. El relato no depara grandes sorpresas a quienes conocen la trayectoria del realizador, aunque sí refrenda generosamente su solvencia narrativa y su capacidad de seducir al espectador con una propuesta sencilla: un anciano enamorado de la niña que ha recogido y protegido en su embarcación durante 10 años, alejada de todo mundo en alta mar, y con quien se propone casar al cumplir ella los 17, y la irrupción de un joven que trastorna por completo este frágil arreglo doméstico. De nuevo, el agua es el elemento que aísla a los personajes en un territorio de excepción (como en La isla), donde se vive al margen de las convenciones sociales y donde todo parece permitido. Una vez más, una historia pasional se transmuta en parábola de la redención. La pérdida de la inocencia es, de igual manera, un rápido acceso a un estado de gracia.

Como en otras cintas del director, los personajes centrales apenas profieren una palabra. La joven jamás habla, el anciano es parco y arisco, la comunicación se da en susurros al oído, fuera del alcance del espectador, y sólo los marineros que visitan la embarcación dan cuenta de lo que sucede en este remanso del deseo y la pureza: ellos refieren la historia del desencuentro generacional, lo comentan, satirizan y condenan, exponiéndose a la cólera del anciano, quien con su destreza en el manejo del arco y la flecha los mantiene a raya, cuando no los somete por completo. El arco y la flecha, herramientas de intimidación, son también instrumentos musicales, y aquí cabe señalar el acompañamiento de una extraordinaria banda sonora. La música preside a los ceremoniales del cortejo casi incestuoso y al tema central de la cinta que es la vocación final de sacrificio. La violencia ya no es explícita ni desgarradora, como en cintas anteriores del cineasta; aquí se concentra en la intensidad de las emociones, en la avidez nerviosa del anciano, en su aparente concupiscencia, en su egoísmo y su fragilidad, y en ese infatigable acoso suyo encaminado al fracaso. La joven, por su parte, combina en dosis muy parejas coquetería e inocencia, a la manera de una Lolita asiática, capaz de perturbar y debilitar con su mirada retadora las voluntades masculinas a su alcance. El arco es una parábola de la seducción y del deseo incontinente. Un intenso relato erótico sin palabras.

Se exhibe en salas de Cinemark, Cinépolis y Lumiere Reforma.

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En la imagen, el coreano Kim Ki-duk, director de El arco

 
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