Usted está aquí: domingo 4 de marzo de 2007 Opinión Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

El pan de cada día

Sin la presencia de Eulogia esta calle no volverá a ser la de antes. Le falta el colorido de sus ropas cargadas de encajes y el brillo de sus pelucas. Tenía tantas como sobrenombres: La Generala, La Castorcita, La Dueña, La Tijera...

Hasta los comerciantes más antiguos aseguran que cuando llegaron aquí Eulogia ya estaba parada en esa esquina. Le decía "su trinchera". Allí ofreció y vendió su cuerpo miles de veces sin descanso, sin miramientos, siempre urgida por la necesidad.

En los últimos años, Eulogia tuvo que bajar la tarifa de 60 a 15 pesos por "el rato". Me decía que no estaba dispuesta a castigar más su cuota porque entonces "la tendrían en nada" y acabaría, como muchas de sus compañeras, dando el servicio por un taco, un cigarro, un vaso de pulque... Odiaba esta bebida, porque le recordaba a su padrastro y a un machetero que la obligaba a tomarla.

Eulogia no podía entender que a pesar de los módicos precios y lo llamativo de sus pelucas los clientes empezaran a escasear. La tarde en que me habló de su preocupación aproveché para darle un consejo: "¿Por qué mejor no abandona este oficio y se dedica a otra cosa?"

Su mirada me espantó: "¿Quiere que deje mi esquina para que alguna nueva venga a ocuparla? ¡Ni loca! Llegué aquí a los 13 años y desde entonces he defendido mi rinconcito como gato bocarriba.

"Comprenda que el lugar tiene muchas ventajas: queda cerca de dos hoteles, de los baños, de la estación del Metro y de la iglesia. Además, por aquí todos me conocen. En el momento en que me caiga muerta habrá quien me identifique."

Su único temor era morir sin que nadie supiera su nombre. Consideraba ese anonimato una doble muerte, una falta de valoración hacia el trabajo que le había dado prestigio a sus sobrenombres y a sus pelucas.

Comprendí sus motivos, pero insistí, no por metiche, sino porque de veras la apreciaba: "Piénselo y verá que tengo razón. Su oficio es peligroso y usted ya está grande". Me corrigió entre molesta y orgullosa: "Que ya no sea joven no significa nada. Le aseguro que todavía puedo defenderme cuando alguno se quiere pasar de listo, pero de todas formas no voy a echar en saco roto su consejo. Seré lo que usted quiera, pero no malcriada: lo pensaré. Total, eso no me costará nada".

A la mañana siguiente Eulogia llegó más temprano que de costumbre. Traía una caja de zapatos adornada con un bies rojo y un holán de encaje. Con esos detalles confiaba en atraer a los posibles compradores de sus mercancías: cigarros a granel, paletas, aspirinas, cortauñas, agujas...

Nada en comparación a lo que ofrecemos aquí, pero de todas formas, al ver el contenido de la caja, me alegré. Creí que Eulogia se había hecho el ánimo de abandonar su antiguo oficio y hasta la felicité.

Me dio una palmadita en el hombro: "Eso no puedo hacerlo, sólo voy a ampliar mi negocio. Mientras aparece alguno que quiera conmigo, venderé mis cositas. Me conformo con ganarme los 15 pesos a que estoy rematando el brinco".

A partir de aquel cambio, las pocas veces que aún lograba atraer clientes, Eulogia le pedía a cualquiera de nosotros que le cuidáramos su caja. Al regresar de alguno de los hoteles cercanos se apresuraba a recuperarla y comprobar que la mercancía estuviera completa. Luego se iba al cuarto que alquilaba en Rivero.

La ataba a esa calle el recuerdo del único hombre que le había hecho un obsequio: "una muñeca de trapo con la carita de cera. Joel me aseguraba que éramos idénticas y por eso la llamé Eulogia. Una vez que me fui a trabajar a una feria, como me imaginé que iba a tardarme un poco en volver, la dejé en el altar, junto a la veladora. Cuando regresé no encontré ni el cuarto ni la muñeca: todo se incendió".

II

Tengo mi puesto en la contraesquina de donde se paraba Eulogia. Veía sus esfuerzos por atraer con la mirada y la sonrisa a clientes cada vez más escasos. Era triste verla a sus 78 años sentada en algún quicio, con la peluca desprendida y dormitando sobre la caja de mercancías tan pobrecitas.

Una mañana en que Eulogia dormía vi a un hombre parado frente a ella, mirándola. Tuve miedo y me acerqué a preguntarle qué deseaba. "Comprar un cigarro". Le reclamé: "Cómprelo en otra parte. ¿No ve que la señora está dormida". Mi voz despertó a Eulogia quien, al descubrir al hombre, se acomodó la peluca y le sonrió: "¿Qué se le ofrece?".

El siguiente viernes por la mañana el hombre regresó. Lo reconocí enseguida por la forma de caminar y la espalda algo jorobada. El anciano compró un cigarro y se quedó a fumarlo mientras conversaba con Eulogia. Tuve tiempo de verlo bien y de fijarme sobre todo en los detalles que se mencionan como "señas particulares" cuando alguien quiere localizar a una persona: moreno, cejas tupidas, nariz ganchuda, labios gruesos, estatura mediana, talla regular. No alcancé a ver el color de sus ojos pero noté su sonrisa mientras escuchaba a Eulogia. A mediodía se despidieron.

El hombre reapareció una semana después. Al cabo de unos minutos Eulogia fue a encargarme su caja: "Ahí me la cuidas, no tardo". Demoró más que de costumbre en regresar, sola, como siempre. "Ya me tenía con pendiente", le dije. "¿Por qué?", me contestó mientras revisaba con gesto de avara el contenido de su caja. "¿Y me lo pregunta? Pues ese hombre. Es raro que haya vuelto ¿no le parece? Para mí que algo quiere. A lo mejor cree que usted tiene algún dinerito guardado".

Nunca había oído reír a Eulogia con tantas ganas: "¿Cómo se le ocurre? Cástulo, así se llama el caballero, es un ángel y le aseguro que ya no puede ni con su alma. Tuve que hacerle la lucha, platicarle bastante. Lo bueno es que se fue contento. Tenía tanta prisa que hasta se le olvidó pagarme. Ojalá llegue a tiempo al asilo porque si no, se va a quedar sin sus medicinas: el reparto es nada más hasta las dos". Me sorprendió la facilidad con que Eulogia, siempre tan desconfiada, había aceptado una mentira tan burda.

Estaba segura de que no volveríamos a ver al dichoso Cástulo, pero reapareció al viernes siguiente. Otra vez se fueron juntos. Al rato, cuando Eulogia vino a pedirme su caja, le pregunté si su cliente le había pagado. "Los dos servicios completos", respondió con tanto orgullo como si acabara de recibir una medalla.

Las visitas de Cástulo se hicieron regulares los viernes. Eulogia cambió todas sus pelucas chillonas por una gris: lo hizo por cortesía, para que su amigo no se sintiera cohibido ni más viejo que ella. Pensé que el hombre le interesaba y acabé de comprobarlo cuando me contó que Cástulo había aceptado abandonar el asilo para irse a vivir con ella bajo una sola condición: que él no la alejara de su esquina ni de sus dos oficios: sexoservidora y comerciante.

III

Una mañana llegaron juntos, tomados del brazo y sin atender a las burlas de los compañeros, fueron a ocupar la esquina de Eulogia. Hubo menos ventas que de costumbre, quizá porque el aspecto de Cástulo espantaba a la gente. Se los hice ver y decidieron que él se quedara ayudándome en el puesto mientras ella seguía ejerciendo sus dos comercios.

Varias semanas después apareció un cliente para solicitar los servicios de Eulogia. Ella se acercó a Cástulo y le encargó la caja. Entre las mercancías de siempre vi un bolillo en una bolsita de plástico. "No me diga que piensan vender también eso". Al viejo se le iluminaron los ojos: "Es para nosotros. Subieron mucho los precios en la fonda y vamos a tomarlo a la hora de la comida. Ya luego cenamos en la casa".

Había pasado menos de una hora cuando llegó Suazo, el muchacho que atiende el hotel Marte. Al verlo imaginé lo que iba a decirnos: "Eulogia está muerta. No sabemos a qué horas habrá sucedido porque el tipo con el que entró al hotel desapareció". Cástulo nada más preguntó: "¿Tiene alguna herida?" Noté su sonrisa de alivio cuando Suazo negó con la cabeza.

Entre todos nos cooperamos para el entierro. A la mañana siguiente Cástulo apareció en la calle y fue a ocupar la esquina de Eulogia. Tal vez lo hizo para cumplir una promesa o porque ya no tiene otro destino.

En los dos años que han pasado desde que sepultamos a Eulogia, Cástulo jamás ha dejado de venir. Usa la misma ropa y vende las mercancías de siempre. Escondida entre paletas, encendedores y cigarros se ve la bolsita de plástico con el pan. Ya está petrificado, pero Cástulo sigue esperando el momento de compartirlo con Eulogia.

 
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